por Fabián Castillo Molina
Antes de amanecer, apenas empezaba a venir la luz del día, ya iba la menuda mujer por el camino de La Veguilla acompañada por su hija menor, avanzando hacia las eras con su escoba de mijo, un baleo de esparto, un costalejo pequeño para el grano, un saco y un rastrillo, todos los utensilios dentro de un remolquete de mano con ruedas de goma. A la madre, acostumbrada a estas labores de verano, no tenía que tocarle el despertador ni la llamaba nadie. En la madrugada el viento estaba en calma y un intenso olor a humedad lo invadía todo. Iba dispuesta a recoger la paja que hubiera en los caminos y las lindes próximas a donde la mañana y la tarde anterior a la nubá, habían estado ablentando las familias enteras aprovechando el viento solano favorable. En este caso, había dejado pasar un día de sol abrasador después del aguacero, porque ella sabía que ese día, siempre, las hormigas sacaban el grano mojado de sus almacenes y lo ponían a secar junto a la entrada del hormiguero, en montañas como cráteres de volcán, en muchos casos y, en otros sin cráter, hasta terminar en vértice perfecto.
Miles y miles de hormigas habían estado
trabajando horas y horas incesantemente hasta reunir aquella (para ellas) gran
montaña de granos junto a la era, y seguía aumentando el montón. Mientras, otras compañeras, una vez seco el grano, se encargaban de ir introduciéndolo,
en sus intrincados graneros
subterráneos, que habían excavado sus compañeras, con sus propios
medios, sin maquinaria ni herramienta alguna, como venían haciéndolo desde
tiempo inmemorial.
El
grano había sido traído a las eras, en sus espigas unidas a su paja, con carros y galeras con meriñaque y a veces peligroso
galumbo; por los estropeados caminos, tirando de ellos caballerías,
la mayoría borricas y mulas, y conducidos por hombres y mujeres, en muchos
casos ayudados por sus chiquetes, desde el
haza, en distintos parajes y campos
pedroñeros, tras haber segado la mies con hoces dentadas con buen filo. Tras haber
atado en haces esa mies y haber atesnalado como
siempre. Luego habían cargado de madrugada, con algo de relente, para evitar la
pérdida del menor número posible de espigas.
En
aquel preciso instante, la hormiga mayor, que trabajaba ya antes de que saliera
el sol, oyó la voz de la niña que acompañaba a su madre: “¡Madre, aquí hay otro
montón!”. La madre, que recogía con un
rastrillo la paja de la linde metida entre cardos y tamarillas, continuó
haciendo su trabajo, pero respondió: "Ahora voy hermosona", —sin darle demasiada importancia—. Pocos instantes después, la escoba
de mijo normal para la mujer y gigante para las hormigas, arrastraba todo su
gran trabajo, una verdadera montaña perfecta, al baleo y las que se encontraban
faenando fueron revueltas entre el grano,
pero no cesaron en su trajín.
Momentos después, sintieron que el baleo se elevaba y volvía a posarse en el
suelo y otra gran avalancha de grano y compañeras venía a incorporarse
violentamente y caía entre ellas a aquel lugar desconocido. Después, todas
fueron volcadas en la espuerta que iba sobre el remolque, y poco más tarde en
el costal.
Las
hormigas obedecían órdenes de sus superiores y éstas a su vez de una reina, de manera parecida a
como lo hacían las abejas, pero a diferencia de ellas, no ejercían la
polinización que tanto bien hacía al funcionamiento del mundo, sin que ellas lo
supieran, y sin que tampoco una inmensa mayoría
de las personas ni reparara en ello.
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