SEÑOR RELOJERO (relato de Enrique Guijarro) | Las Pedroñeras

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martes, 23 de marzo de 2021

SEÑOR RELOJERO (relato de Enrique Guijarro)

 


Señor relojero


por Enrique Guijarro Parra

La primera vez que vi las entrañas de un reloj de pared fue a los diez años, en el taller de Menandro, el relojero de mi pueblo. No estoy seguro de que se llamara así; en alguna ocasión escuché que fue mi tío quien le adjudicó el apodo. Tanto da, lo importante es que todo lo que allí había era tan sugestivo  que me llevaba a preguntar sobre cualquier cosa que se presentara ante mis ojos: ruedas, ejes, metálicos y de madera; herramientas de todos los tipos imaginables, artilugios raros y, sobre todo, la mirada limpia e inteligente de quien regentaba todo aquello. Dicen que aprendió el oficio en un pueblo de más allá de la sierra y que su maestro, además de ser diestro en el arte de la relojería, fue un hombre sabio.

−Señor relojero −nunca utilicé su nombre ateniense, quizá por ese respeto absurdo que se nos exigía a los niños−,  ¿para qué sirve esa pieza?

−Eso es la platina, muchacho −me respondió− la placa que aloja a todas esas otras piezas que ves: el volante y su puente, el barrilete con su árbol, el muelle, el contrapeso y la rueda de escape. Aquello de más allá es la sonería, la música que alegra las casas cada hora. Esta es de las buenas, ¿sabes? −exclamó con orgullo−, de las que llamamos de rastrillo; una maquinaria “París” de mediados del siglo diecinueve. 

−Sí, pero lo que usted llama la platina está dañada, seguramente por lo vieja que es −le dije, extrañado por unas rayas que advertí en la superficie de la placa.

Su risa me indicó que acababa de decir alguna tontería.

−No, la platina no está estropeada, esas cuatro rayas son los arañazos que le hizo el oficial que construyó el reloj. Son su firma, como la de los grandes pintores en sus cuadros… Bueno, pero ahora déjame que trabaje, que, si no lo hago, no como. Date una vuelta por el taller y ve aprendiendo el oficio; seguramente te vendrá bien.

Nada más iniciar mi excursión, me di de bruces con un aparato de radio desconocido para mí.

−Señor relojero, ¿esta radio funciona? −le pregunté.

−Naturalmente. Comprueba que esté enchufada y gira el botón de la izquierda. Es una  General Electric. Americana… Y no me preguntes cómo ha llegado aquí, porque es muy complicado.

Giré con cierto miedo el botón y, de repente, tronó…

…«comienzan a pasar los motoristas que abren camino a los primeros corredores. Se agitan los espectadores que están frente a nosotros. De un momento a otro creemos que llegarán los destacados. ¡Un español!, el número once seguido del número seis. Nosotros vamos inmediatamente a seguir a estos primeros corredores que han atravesado el Puerto de los Leones. El número seis es francés, pero antes el número once, español…Federico Martín Bahamontes. Este ha sido el corredor español que ha pasado primero por el Alto de los Leones…

−Señor relojero, ¿qué están diciendo?

−Está visto que no me vas a dejar trabajar. Eso que suena es una etapa de la Vuelta Ciclista a España que están retransmitiendo por Radio Nacional de España ¿tú no la escuchas?

−No, señor, mi tío pone una que creo que se llama La Pi…

−¡Calla! −exclamó alarmado sin dejarme terminar−. Eso no existe. Te has enterado: ¡Eso no existe!

Sin saber lo que me estaba diciendo, continué mi camino y en un rincón casi escondido, sobre una mesa larga de madera, encontré una máquina rara, circular, con una especie de radios retorcidos que tendían a converger en el centro de una rueda de madera, de los que colgaban unos contrapesos metálicos. 

−Señor relojero, ¿para qué sirve ese artilugio tan raro?− le pregunté una vez más.

Visiblemente  sorprendido me contestó:

−Eres muy curioso, chico, ¿de verdad quieres saberlo? Pues bien, eso no es un artilugio, es un artificio, tan importante y trascendental para la humanidad como el que construyó Juanelo Turriano hace cuatrocientos años, para elevar las aguas del Tajo a Toledo. Tan complejo y arriesgado como aquel, porque incorpora, espero que entiendas lo que te voy a decir, ideas que, como entonces, siguen estando oscurecidas por la ciencia correctamente establecida. 

»Eso −continuó− es una máquina que, cuando esté terminada, será capaz de funcionar eternamente, después de un impulso inicial, sin necesidad de utilizar energía externa adicional. Es el sueño del progreso. Es lo que desde hace siete siglos viene buscando la especie humana: el movimiento perpetuo.

Las explicaciones me estremecieron. Eran tan hermosas que, en cualquier caso, la dificultad para entenderlas desaparecía, al tiempo que crecía mi perplejidad a medida que hablaba el relojero y yo recorría el taller. Mientras, el locutor seguía con su transmisión camino de Madrid…

…«la velocidad es espantosa. Nuestro automóvil se cierne al borde de la cuneta. Intentamos seguir a los corredores , haciéndose esto verdaderamente difícil…

Relojes, trastos, herramientas. También libros, muchos libros; sobre todo seis grandes volúmenes, perfectamente alineados, que, en visitas posteriores, me iniciaron en lo que, años después, sería mi vocación científica. Aquellos seis libros, hermosos en su presentación y avanzados en su contenido, eran El hombre y la tierra,  de Eliseo Reclus, según la versión española de Anselmo de Lorenzo, ambos ilustres seguidores del credo anarquista. Seis libros que, por cierto, nunca supe cómo los pudo rescatar el relojero de las llamas de la intolerancia que se apoderó de la España de los primeros años cuarenta del siglo pasado.

«...sigue en cabeza el español, por un momento ha dado paso al francés que es precisamente el que lleva el dorsal número seis, Bergaud…

La radio continuó su cantinela hasta llegar a Madrid. Bahamontes no ganó. La segunda ley de la termodinámica ha demostrado la imposibilidad de la utopía de Menandro, el relojero de mi pueblo, pero su idea permanecerá eternamente en el rincón donde se almacenan las cosas que merecen la pena. Para siempre, señor relojero.

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