Por fin está aquí. Era un texto que conocía por referencias, pero no me he hecho con él hasta que mi amigo del alma don Carlos Martínez Rubio me ha hecho llegar una copia del original, que él tiene guardada celosamente y a buen recaudo. Procedía de la revista de 1963 Medicamenta.
No sé si recordaréis (y lo digo porque me refería a ello en un artículo de enero de 2013 y desde entonces ha llovido y granizado mucho) que en ese artículo compartí con vosotros los versos y la contestación de nuestro paisano José Manuel González a una diatriba o texto censor e injurioso de José Mª Sánchez-Silva contra el ajo. El poema, muy gracioso, también lo reproduje con variantes en un artículo posterior. Os invito a leer ambas versiones de nuevo para acrecentar vuestro orgullo pedroñero.
En fin, es el caso que siempre tuve curiosidad por conocer el contenido de esa diatriba, un contenido que no hubiese desaprovechado, desde luego, de haberlo tenido en mis manos por entonces, para completar aquel Jardín de curiosidades sobre el ajo, un libro que di a la imprenta por medio de A.D.I. El Záncara allá por el año 2006.
Y como sé que al menos a un puñado de lectores les podía interesar, me he puesto manos a la obra con su transcripción completa, pues en ningún lugar estará mejor guardado que en este blog pedroñero que podéis considerar también vuestro. Vamos con él y a ver qué pensáis de las palabras de Sánchez-Silva.
Tribuna Literaria
DIATRIBA CONTRA EL AJO
José María Sánchez-Silva
Me explicaron una vez, cuando estudiaba periodismo, que nada había tan viejo como un periódico de ayer. Era un cántico didáctico al dios de la actualidad. Lo comprendí muy bien y lo creí a pies juntos. Sin embargo, a veces, un periódico atrasado se lee mejor y con mayor detenimiento, por causas especiales, que los diarios del día. Y entonces se suelen hacer descubrimientos que no carecen de actualidad.
A fines de junio, todos los años se recoge la cosecha de los ajos, al menos en La Mancha. La producción nacional de ajos alcanza la cifra de ochocientos sesenta y cuatro mil setecientos nueve quintales métricos. Casi la sexta parte –como aprendo de un documento artículo de don Martín Álvarez Chirveches en un número atrasado de ABC– la produce la provincia de Cuenca, con sus dos mil hectáreas dedicadas a este cultivo. Así, pues, Cuenca no es solo la mágica ciudad de las casas colgantes o la Ciudad Encantada, sino también el emporio hispano de los ajos. Cada quinientos cincuenta kilogramos de ajos sembrados viene a producir cinco mil quinientos kilogramos. Es el diez por uno, si no me engaño; algo así como el derecho de autor de un libro para cada ejemplar vendido.
Solamente el encantador pueblecito de Las Pedroñeras, de la provincia conquense, dedica seiscientas hectáreas de secano a dicho cultivo; otras tantas mujeres, durante dos meses, trabajan sobre ellas. La producción viene a alcanzar los quince millones de pesetas anuales. También producen ajos en gran escala Navarra y Andalucía. Finalmente, como ustedes saben, todos los españoles comemos ajos en la mayor parte de nuestros guisos, aparte de esos heroicos aficionados que los comen asados a media mañana, para estímulo de ciertas deficiencias funcionales.
Supongo que el extinto Julio Camba, que nunca debió de comerse un ajo sin querer, tendrá algún tratado sobre la materia, como la condesa de Parabere o don José Pla. En cambio, la condesa de Pardo Bazán, que escribió un libro de cocina, como todo el mundo sabe, estoy seguro de que decía más ajos de los que comía (Esto lo supe por mi padre, que no la podía ver ni en efigie).
El caso es que ni un solo español se ha muerto desde hace siglos sin poner cara de asco cuando se ha comido un ajo inopinadamente. "Inopinadamente" es algo exagerado, porque resulta imposible comer en España sin ajos. El ajo, entre nosotros, es una especie de atributo materno. Cuando se ve una cosita negra en cualquier plato es un trocito de ajo. Si uno reflexiona sobre qué tipo de sabor tiene una determinada carne, uno cae en seguida en el sabor del ajo. Si alguien pregunta: "¿A qué huele aquí?" o "¿A qué sabe esto?", seguro que huele, segura que sabe a ajo. Cuando algún señor se muesra antipático es porque ha comido ajo, porque lleva un ajo en la cartera o porque él mismo es, propiamente, un ajo en persona.
El ajo es bueno para la sangre, para el reúma, dicen. En castellano, algunas palabras, pocas pero muy expresivas, acaban en "ajo". A los niños se les dice "ajo, ajito al nene". Don Julio Casares, que se ve en la precisión de reconocer al menos que el ajo "es de olor fuerte", dice que no, que lo que se dice a los niños –como aconseja el padre Espasa– es "ajo, taita". Resulta increíble por mi parte. Llevo viviendo en España cincuenta años y nunca lo he oído. Claro, es que sólo he sido niño durante un período razonable.
Yo creo que la siesta tiene su origen en el ajo. Y gran parte del flamenco, del falso flamenco, al menos. Porque el flamenco auténtico ya se sabe que también "tiene su ajo". El "ajoarriero" no está mal del todo, es decir, estaría incluso bien si en España no le pusieran a uno un ajo en la axila inmediatamente después de bautizarle. El pollo al ajillo es una estafa; más bien debiera llamarse ajillo al pollo. En todo lo español, si ustedes se fijan, siempre hay un ajo, visible o invisible. ¿Por qué no hemos levantado todavía un monumento al ajo? (Un monumento inodoro, por supuesto). Entre nosotros, hasta los badajos tienen ajos. Y no digamos los majos. Incluso el sombrajo, en nuestro campo, tiene mucho más de ajo que de sombra. El malaúva pertenece al mundo del vino; pero los hay peores: los malajos. El mismo mal de ojo no es casi nada comparado con el alma de ajo. A veces, en plena desesperación, pienso si la luna menguante o creciente no será un enorme ajo.
Un español ingerirá en toda su vida, calculada en setenta años, a razón de dos ajos diarios, y me quedo corto, unos cincuenta mil ajos: así hablamos nosotros. Pero han llamado a la puerta.
–¿Quién es?
–El de los ajos.
El ajo no es sólo una planta liliácea, sino una maraña de expresiones singulares. El Espasa mismo –el abreviado, que no es nada sospechoso– aconseja "estar en el ajo", dentro de lo posible, aunque no deja de reconocer estaría bueno, que "un ajo", así a secas, es un palabrota. Claro, el ajo es una planta "que requiere para su cultivo terreno poco húmedo". De todos modos, según el venerable, "el ajo se acomoda con facilidad en cualquier parte" (¿Habré pensado en el paladar el redactor del artículo?"). Eso sí, la enciclopedia más importante del país asegura que "en el Norte, el ajo se planta por marzo y en el Mediodía por noviembre o diciembre". Como si lo decisivo, infortunadamente, no fuera saber en qué época se recoge. Hasta viene la fotografía del ajo en el Espasa.
"Harto de ajos" se ha dicho siempre aquí del pobre hombre, del "desgraciao". Aunque resulta que harto de ajos está todo español desde que fue confirmado en la parroquia. Pero lo más escalofriante de la información del Espasa es el dato preciso de que el –¡Dios de los cielos!– "Puede llegar a un metro o más de altura". Hay también el "alioli", que no se comprende sin bicarbonato. Y ya es hora de hacer una confesión: una de las cosas que llevo peor en esta vida es el ajo. ¿Cómo se confiesa uno, va al dentista o hace el amor si ha comido ajo?
La cuestión es insufrible. ¡Qué ascos pasamos todos! Y el caso es que estoy seguro de que nuestros laboratorios, nuestros astilleros y nuestros altos hornos han incorporado la fórmula del ajo a sus productos. Quizá si el ajo desapareciese de la historia de España, nos quedásemos todavía en menos. ¿Olerá Charlton Hestos a ajo? Porque el Cid, lo más probable es que sí oliese, como Sancho, como don Quijote, como el propio Cervantes. ¡Pero si hasta en el "sentimiento trágico de la vida" percibo un tufillo de ajo!
Recuerdo mi llegada a las primeras ciudades de la India que me cupo en suerte conocer: olía a especias de un modo atosigante. Como, al parecr, olemos nosotros a los extranjeros: a aceite y ajo. Consolémonos pensando que, mientras el aceite huele cada vez peor, los ajos conservan con solemne discreción su perfume acostumbrado. Hasta que los exportemos todos y guisemos con ajos norteamericanos. Entonces oleremos peor.
Estas son las razones de que los españoles estemos tan ajados, tan sumidos en un ajamiento nacional sin solución a la vista, ni remedio al olfato.
Y ahora conviene leer la graciosa y sin par contestación pedroñera al artículo que acabas de leer. Solo tienes que pinchar aquí.
Solamente el encantador pueblecito de Las Pedroñeras, de la provincia conquense, dedica seiscientas hectáreas de secano a dicho cultivo; otras tantas mujeres, durante dos meses, trabajan sobre ellas. La producción viene a alcanzar los quince millones de pesetas anuales. También producen ajos en gran escala Navarra y Andalucía. Finalmente, como ustedes saben, todos los españoles comemos ajos en la mayor parte de nuestros guisos, aparte de esos heroicos aficionados que los comen asados a media mañana, para estímulo de ciertas deficiencias funcionales.
Supongo que el extinto Julio Camba, que nunca debió de comerse un ajo sin querer, tendrá algún tratado sobre la materia, como la condesa de Parabere o don José Pla. En cambio, la condesa de Pardo Bazán, que escribió un libro de cocina, como todo el mundo sabe, estoy seguro de que decía más ajos de los que comía (Esto lo supe por mi padre, que no la podía ver ni en efigie).
El caso es que ni un solo español se ha muerto desde hace siglos sin poner cara de asco cuando se ha comido un ajo inopinadamente. "Inopinadamente" es algo exagerado, porque resulta imposible comer en España sin ajos. El ajo, entre nosotros, es una especie de atributo materno. Cuando se ve una cosita negra en cualquier plato es un trocito de ajo. Si uno reflexiona sobre qué tipo de sabor tiene una determinada carne, uno cae en seguida en el sabor del ajo. Si alguien pregunta: "¿A qué huele aquí?" o "¿A qué sabe esto?", seguro que huele, segura que sabe a ajo. Cuando algún señor se muesra antipático es porque ha comido ajo, porque lleva un ajo en la cartera o porque él mismo es, propiamente, un ajo en persona.
El ajo es bueno para la sangre, para el reúma, dicen. En castellano, algunas palabras, pocas pero muy expresivas, acaban en "ajo". A los niños se les dice "ajo, ajito al nene". Don Julio Casares, que se ve en la precisión de reconocer al menos que el ajo "es de olor fuerte", dice que no, que lo que se dice a los niños –como aconseja el padre Espasa– es "ajo, taita". Resulta increíble por mi parte. Llevo viviendo en España cincuenta años y nunca lo he oído. Claro, es que sólo he sido niño durante un período razonable.
Yo creo que la siesta tiene su origen en el ajo. Y gran parte del flamenco, del falso flamenco, al menos. Porque el flamenco auténtico ya se sabe que también "tiene su ajo". El "ajoarriero" no está mal del todo, es decir, estaría incluso bien si en España no le pusieran a uno un ajo en la axila inmediatamente después de bautizarle. El pollo al ajillo es una estafa; más bien debiera llamarse ajillo al pollo. En todo lo español, si ustedes se fijan, siempre hay un ajo, visible o invisible. ¿Por qué no hemos levantado todavía un monumento al ajo? (Un monumento inodoro, por supuesto). Entre nosotros, hasta los badajos tienen ajos. Y no digamos los majos. Incluso el sombrajo, en nuestro campo, tiene mucho más de ajo que de sombra. El malaúva pertenece al mundo del vino; pero los hay peores: los malajos. El mismo mal de ojo no es casi nada comparado con el alma de ajo. A veces, en plena desesperación, pienso si la luna menguante o creciente no será un enorme ajo.
Un español ingerirá en toda su vida, calculada en setenta años, a razón de dos ajos diarios, y me quedo corto, unos cincuenta mil ajos: así hablamos nosotros. Pero han llamado a la puerta.
–¿Quién es?
–El de los ajos.
El ajo no es sólo una planta liliácea, sino una maraña de expresiones singulares. El Espasa mismo –el abreviado, que no es nada sospechoso– aconseja "estar en el ajo", dentro de lo posible, aunque no deja de reconocer estaría bueno, que "un ajo", así a secas, es un palabrota. Claro, el ajo es una planta "que requiere para su cultivo terreno poco húmedo". De todos modos, según el venerable, "el ajo se acomoda con facilidad en cualquier parte" (¿Habré pensado en el paladar el redactor del artículo?"). Eso sí, la enciclopedia más importante del país asegura que "en el Norte, el ajo se planta por marzo y en el Mediodía por noviembre o diciembre". Como si lo decisivo, infortunadamente, no fuera saber en qué época se recoge. Hasta viene la fotografía del ajo en el Espasa.
"Harto de ajos" se ha dicho siempre aquí del pobre hombre, del "desgraciao". Aunque resulta que harto de ajos está todo español desde que fue confirmado en la parroquia. Pero lo más escalofriante de la información del Espasa es el dato preciso de que el –¡Dios de los cielos!– "Puede llegar a un metro o más de altura". Hay también el "alioli", que no se comprende sin bicarbonato. Y ya es hora de hacer una confesión: una de las cosas que llevo peor en esta vida es el ajo. ¿Cómo se confiesa uno, va al dentista o hace el amor si ha comido ajo?
La cuestión es insufrible. ¡Qué ascos pasamos todos! Y el caso es que estoy seguro de que nuestros laboratorios, nuestros astilleros y nuestros altos hornos han incorporado la fórmula del ajo a sus productos. Quizá si el ajo desapareciese de la historia de España, nos quedásemos todavía en menos. ¿Olerá Charlton Hestos a ajo? Porque el Cid, lo más probable es que sí oliese, como Sancho, como don Quijote, como el propio Cervantes. ¡Pero si hasta en el "sentimiento trágico de la vida" percibo un tufillo de ajo!
Recuerdo mi llegada a las primeras ciudades de la India que me cupo en suerte conocer: olía a especias de un modo atosigante. Como, al parecr, olemos nosotros a los extranjeros: a aceite y ajo. Consolémonos pensando que, mientras el aceite huele cada vez peor, los ajos conservan con solemne discreción su perfume acostumbrado. Hasta que los exportemos todos y guisemos con ajos norteamericanos. Entonces oleremos peor.
Estas son las razones de que los españoles estemos tan ajados, tan sumidos en un ajamiento nacional sin solución a la vista, ni remedio al olfato.
Y ahora conviene leer la graciosa y sin par contestación pedroñera al artículo que acabas de leer. Solo tienes que pinchar aquí.
Ángel Carrasco Sotos
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