Un jornal cogiendo lentejas (con lenguaje pedroñero) - Segunda parte | Las Pedroñeras

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viernes, 26 de abril de 2013

Un jornal cogiendo lentejas (con lenguaje pedroñero) - Segunda parte


Cogiendo lentejas (Fuente)

Un jornal cogiendo lentejas (II)

por Fabián Castillo Molina




La visita 

En el primer hilo después del almuerzo, las cortadoras apretaron la marcha dejando a la cuadrilla a la zaga. Resaltaba en la besana el cuerpo menudo de los menores descarriados, a pesar de su minúsculo tamaño; iba en aumento su gran ansiedad al ver que sus manos y fuerzas no daban más de sí. Cuando venían de vuelta con el segundo lomo, después que los tres grupos, habían descansado un poco más en la otra orilla. La cuadrilla en su conjunto se hizo un poco más compacta. En ese momento apareció en lontananza por el camino un punto negro envuelto en una nubecilla de polvo. ―¡Ya podís apretar que viene el señorito! ―se oyó decir al capataz―. Un murmullo sin palabras y, a continuación, el rumor de la aceleración al arrancar con mayor brío la matas de lentejas todas las desnudas manos. Se volvió a elevar la nube de polvo que levantaba la cuadrilla y el sudor chorreaba a raudales convirtiendo en barrizal algunas caras. Uno de los mayores se puso de pie para ver acercarse el auto negro de largo morro que conocía de la visita diaria del amo. Los niños rezagados ponían todo su empeño por no quedarse el último, y a pesar de haber oído lo que decían en la cuadrilla, la altura de las matas no les dejaba ver según iban agachados, por lo que al girar la cabeza solo veían al que se había puesto de pie, y al que de inmediato increpó el capataz: "¡A ver tú, grandullón, no me hagas ahora el pino mecagüentó! Ayuda al mierda ese que se ha quedao detrás!".




Cuando paró el coche a la sombra de la carrasca que había en la orilla, el capataz sumiso se acercó a dar los buenos días al señorito. Cambiaron pocas palabras. Apenas se percibían entre el rumor de las matas de lentejas arrancándose de la tierra. Se fumaron un cigarro a la sombra y, después, el amo con sombrero blanco de ala ancha a juego con el traje y los zapatos, se aproximó por el camino hasta confrontar con la cuadrilla. Miraban en silencio cómo avanzaba la nube de polvo y veían crecer los montones de mies que iban dejando detrás de sí los tres grupos de obreros, pero no esperaron a que llegaran hasta ellos. Una leve brisa de aire fresco hizo que por un momento se pusieran de pie un grande y un chiquete (como ellos decían), a los que el capataz no tardó ni un segundo en llamar la atención. Al retomar el hilo los obreros, siervo y amo se volvieron al coche, sonó la puesta en marcha, arrancó, dio la vuelta y todos pudieron oler el humo que dejaba la gasolina y ver cómo se alejaba por donde había venido.

Acercándose el mediodía, el más pequeño de la cuadrilla, a pesar de la ayuda de su hermana, que cada vez hacía más mella en el lomo que a él le había tocado, veía más difícil alcanzar el camino y poder descansar. ―Las gobanillasmesevanabrirdeltó ―dijo, quejándose sin levantar cabeza, pero seguro de que le oía su hermana. ―¡Ay, qué blando eres, hermoso!, ―dijo ella y añadió: ―aguanta un poco más, que ahora en llegando al camino te liaré una venda y verás cómo te duelen menos―. Mientras tanto, él a duras penas seguía adelante, cambiando de posición y táctica sobre la forma de arrancar las matas, para seguir con su tajo. Probaba a ver si le cundía más volviéndose de espalda al sentido de marcha y viendo cómo iba dejando el lomo limpio de matas de lentejas y hasta de cardos y abrojos. Luego, pocos pasos después, al encontrar el hilo vacío durante un trecho por las matas arrancadas por su hermana, volvía a la posición inicial en vista de que había acortado distancia, pero al poco tiempo se colocaba de rodillas y, estas hacían de pies, para ver si al estar las matas a la altura de su pecho y no tener que agacharse, así le cundía más, pero pronto juntaba el brazao y tenía que levantarse y casi correr a dejarlo al montón de las cortaoras, cruzando lomos, y veía que no había forma de acortar la ventaja. . 


La sed

La sed era el peor enemigo cuando se acercaba el mediodía. Ya no era suficiente con lamer con fruición los goterones de sudor salado que le caían; de vez en cuando miraba para ver si venía el aguaor. Grande fue su alegría cuando oyó decir "¡Ya viene la borrica!" Se puso de pie, respiró hondo y percibió el olor cálido de la tierra mezclado con tomillo del monte próximo, y se le cayeron las lágrimas al ver que era verdad que venía. Casi había perdido las esperanzas, tal era su desesperación. Ver a lo lejos la borrica con los cuatro cántaros meciéndose en los aguarones y pensar que pronto, por fin, podría levantarse un poco y beberse medio bote de agua era el mayor premio que podía recibir ese día. Tardó en llegar el aguador más de lo que él pensaba desde que vio que era verdad que venía, pero por fin vio que paraba delante de la cuadrilla. Sabía que tendría que aguantar, puesto que los primeros en beber siempre eran los que iban delante, las cortadoras, y sus grupos de apoyo: a ellos les daban un bote entero. Quedaba mucha agua que repartir, decían (nada de vasos, un bote desechado de los que vendían con leche condensada era la medida); dos botes eran los usados, y mientras bebían uno los sedientos, el aguador llenaba el otro). Después, el grueso de la cuadrilla se ponía de pie en espera de su ración, sin moverse de su hilo, pero solo podían beber medio bote hasta que todos hubieran bebido y luego, si sobraba, les repartían una segunda ronda. El más pequeño, por ir el último, fue el que más tuvo que esperar, sediento y con las muñecas vendadas, calmando la sed lamiéndose los chorros de sudor.


El nido de perdiz 

Candelas, el más viejo de la cuadrilla, iba también un poco rezagado entre los últimos lomos y los chiquetes. De pronto se oyó el zumbido veloz de las alas de una perdiz al levantar el vuelo. "¡Un nido!" ―dijo con voz sonora sin asomo de cansancio, en la que se notaba la alegría. Se incorporaron casi todos los sudorosos trabajadores y algunos chicos hasta se acercaron a verlo. Un nido perfecto, redondeado y escondido entre las frondosas matas de lentejas, con briznas de totoruelo y lapa, con el carril de salida y entrada de la perdiz abierto. Contó los huevos, tenía doce preciosos huevecillos moteados de pintas marrón terroso, como para pasar desapercibidos. El revuelo de la cuadrilla no duró más de un minuto. Pronto intervino el capataz y restableció el orden y la disciplina. Recordó el respeto a la propiedad del nido que pasaba a ser del que lo había descubierto en su lomo. Allí quedaba hasta la hora de la comida, en la que su dueño iría a recogerlo. Siguió el silencio y el rumor de las matas al arrancarlas, el roce de las manos al empuñarlas y estirar; y el de las suelas de las abarcas arrastrándose al avance de cada paso.

(Continuará)

©Fabián Castillo Molina

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