TORMENTA EN TIEMPO DE SIEGA - Las Pedroñeras, año 1953 | Las Pedroñeras

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viernes, 12 de febrero de 2021

TORMENTA EN TIEMPO DE SIEGA - Las Pedroñeras, año 1953

 

por Fabián Castillo Molina

(según vivencias y un primer esbozo escrito de Emilio Castillo Molina


Aquel fue un día caluroso de julio del año 1953, tenía yo ocho años.

Aquella mañana no la olvido porque el recuerdo reiterado de lo que sucedió después me ha acompañado toda la vida. Los días en los que me iba a ir con mis padres, con mis tíos y mi abuelo al campo, aunque fuera a segar, como no tenía escuela, era como vivir una aventura, y esas noches dormía poco. Madrugamos mucho porque al salir el sol había que estar en el  haza, con las hoces en ristre abriendo tajo. El trigo estaba sembrado en la finca de La Veguilla en tierras arrendadas por mi abuelo. 


Como era habitual en aquella época, y teniendo en cuenta la distancia del lugar, que era de seis o siete kilómetros y el recorrido se hacía en carro y con animales, el tiempo necesario para hacer el recorrido era de hora y media, por lo menos, por este motivo la cuadrilla de segadores se quedaba a hacer noche en el tajo, para de esta manera aprovechar más las horas de trabajo de sol a sol y también de descanso.



Yo me quedaba en la orilla y veía cómo avanzaban alejándose poco a poco, tendiendo la mies con las hoces y formando los montones con los que luego harían gavillas. Luego cuando volvían con otro hilo, de vez en cuando veía que se levantaban y miraban para el hato, donde yo me encontraba. Cuando se aproximaban, llamaba la atención cómo podía oírse el ras ras seco de las hoces cortando las cañas del trigo, ya algo inclinadas. 

Mis tíos Nicolás y Doroteo y mi abuelo Rafael me decían Emiliete, y aunque ya iba teniendo años y me parecía que era grande, la verdad era que mi tamaño se acoplaba más al nombre que ellos usaban. 

Después de almorzar y que los hombres se fumaran un cigarro, pronto empezó a apretar el sol. Veía cómo sudaban a chorros por la frente al quitarse los sombreros de paja y se les calaban las camisas por los sobacos y por el pecho. Hacía mucho bochorno aquel día.

Mi abuelo, que era mayor, empezó a quedarse en la orilla alguna vuelta y me acompañaba mientras me enseñaba a coger la hoz y a espuntar, como se decía en Pedroñeras. A pesar de ponerme los dediles de cuero que mi padre había hecho a mi medida, que protegían los dedos de la mano izquierda, no tardé mucho en darme un corte con la hoz en el dedo corazón y me asusté por la mucha sangre que brotaba de la herida. Pronto, al oírme llorar, mi madre vino corriendo por el rastrojo, me cogió la mano, miró la herida y me calmó con palabras de madre, mientras nos acercábamos al hato sin soltar el dedo conteniendo la hemorragia. Cogió de las alforjas la botella del vino con la caña y me estuvo curando, echando vino en la herida, que escocía de lo lindo. Lio el dedo con un trapejo como venda y luego el dolor se fue pasando.

De la comida de mediodía recuerdo que eran patatas con caldo con un poquito de bacalao salao de aquel seco. Mi madre se ocupa de preparar el rancho-

        —Ves pelando patatas, Emiliete, anda, mientras yo preparo la hornacha y la lumbre. Aligera, que pronto vienen los tíos y padre con gana metiendo prisa. 

Veo arder el fuego y que, junto a las patatas peladas, tiene el caldero, unos ajos, el cuerno de la sal y el frasco del aceite. Pero el fuego me recuerda más el miedo que yo tenía a las garrapatas, que mientras comíamos se nos subían de vez en cuando por las piernas y mi abuelo las cogía y, al tirarlas a la lumbre, se oía el estallido al caer en las brasas, como si fueran garbanzos o cañamones al tostarlos. Después de la comida se echaban siempre un rato la siesta y yo, mientras tanto, zascandileaba por allí con cuidado de no hacer mucho ruido.

Pero claro, había que desplazarse al lugar cada dos o tres días para reponer provisiones y, para esta tarea, era mi madre la que se ocupaba de hacer la compra de todo lo necesario. Así que a eso de las siete y media, y después de merendar, mi padre echó la albarda al borrico, sujetó las aguaeras, puso las alforjas y mi madre se subió al borrico con la ayuda de mi padre y después me subió a mí detrás y dijo al despedirnos:

Andar ligeros que viene oscuro y pue que” se líe tormenta.

Mientras, mi abuelo y mis tíos Nicolás y Doroteo, desde la besana, nos despedían levantando el brazo con la hoz en una mano y la zoqueta en la otra, diciendo:

—¡Tener mucho cuidau!



Ya nos ponemos en marcha con Bilate  resoplando y espantando las moscas con el rabo mientras, en el ambiente, los cantos de  perdices y cigarras nos despiden como avisando de lo que se nos viene encima. Aunque todavía queda mucho día, el sol ha desaparecido y nubarrones negros amenazan. Dos kilómetros hemos andao y empieza a oler a tierra mojada. Caen las primeras gotas que levantan polvareda y mi madre anima al borrico:

—“¡Arre, arre, que nos mojamos! A ver si llegamos a la pedriza del hermano Santano. 

Lo dice con voz entrecortada, por el miedo que empieza a tener a la tormenta que ya está encima de nosotros. Los relámpagos y los truenos son cada vez más cercanos; algunos son tremendos y noto que uno hace retemblar mi pecho. La tarde ha oscurecido. Bilate sigue su camino con nosotros encima, cuesta abajo. En ese instante un relámpago nos deslumbra, ilumina los campos, une el cielo y la tierra a través de la copa y el tronco de un árbol que está junto al camino, y éste, espontáneamente, arde, 

        —¡Uy, Dios mío, eso ha sio un rayo! — dice mi madre. 

El borrico da una sacudida y al momento un trueno mayor que los demás nos estremece. No llegamos a la pedriza del hermano Santano, pues antes nos apartamos a un rastrojo que tiene tesnales y donde podemos refugiarnos al abrigo. La lluvia es de goterones gordos que levantan más y más polvisca, las enormes gotas de agua en escasos minutos son granizos como avellanas, y descargan con furia desmedida sobre el pobre Bilate, que agacha las orejas y mete el rabo entre las patas del miedo que le atenaza. (De ahí viene el que siempre recuerde el dicho del lugar "rebota como granizo en albarda", al recordar cómo saltaban las bolas de granizo en la albarda de Bilate). Mientras tanto, mi madre coge un haz del tesnal, se lo pone en la espalda, agacha la cabeza y el cuerpo para protegerme de la granizada, se agacha más y más y  me acurruca como la llueca a sus polluelos, junto al tesnal. Yo, con el susto, miro cómo corre el agua por los surcos y cómo, al mismo tiempo, crecen sobre los lomos los granizos blancos, mientras mi madre me anima:

  —No tengas miedo, hermosón, que esto pasa pronto.  

Pocos minutos después, aparece el sol, aunque ya está muy bajo. El susto mayor ha pasado. Nos ponemos en marcha de nuevo y, en poco tiempo, llegamos a la vereda, por donde se ven transitar algunos carros cargados de mies, con meriñaque y mucho galumbo. Se oye y se siente el rechinar de las llantas de hierro en la carretera empedrada y algún que otro borrico y su dueño detrás con paso cansino. Ya estamos en la carretera La Alberca y el tráfico de gente es más abundante y el ambiente más alegre. Al llegar a la cueva la Arena, el sol está bordeando el horizonte, se está poniendo, pero nuestro ánimo ya es más alto porque dentro de un rato estaremos en casa, nos cambiaremos de ropa, de abarcas y peales que vienen empapados y nos secaremos al lado de la lumbre que la abuela Pepa, donde está la María, mi hermana mayor y también mi hermano pequeño de dos años.

—Seguro que la lumbre la tendrá ya prepará la agüela, ya verás—, dice mi madre.

Por fin llegamos a casa y, al oírnos entrar, la María y Antoniete vienen corriendo por el patio y gritando de alegría. La abuela Pepa viene detrás:

         —¡Ay como venís perdíos de agua, hija mía!  Pasar y quitaros la ropa y el calzao y secaros en la lumbre, no vayáis a coger un refriau. ¡Menos mal que por fin estáis aquí, vaya viaje que habís traído! 

Mi abuela coge al borrico del ramal y lo pasa a la cuadra, no sin antes dejar que el animal beba agua del cubo hasta apurarlo. 

        —Venía seco el pobre—, dice la Pepa. 

Después todavía van a la tienda del Conde mi madre y mi hermana a comprar la comida, para al día siguiente salir de madrugada y llevarnos el avío, para unos días, como ella dice siempre. 


Nota: Texto compuesto a partir de las vivencias que recuerda Emilio de aquel día de verano y que a petición mía escribió a su manera y me envió en un correo que guardo, más otros detalles posteriores que me pasó por Wasap y añadidos necesarios de mi cosecha.

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