por Vicente Sotos Parra
Sentado en su vieja silla de anea en el umbral de su puerta esperando a que los contertulios de esas noches acudiesen a la tertulia, los hermanos Jacinto, Frasquito Paco, Justo y alguno más que ya no me acuerdo, estaba el hermano Juanantes al hacerse el corrillo en la puerta de su casa siempre; era el primero. Todos lo que pasaban le saludaban con cariño y respeto.
El viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban el sabio del lugar.
Todo el barrio al día siguiente lanzaba carcajadas escuchando el cuento que contó la noche anterior, especialmente aquellos en los que figuraban curas, frailes, capellanes y monjas,
Después de hablar de la cosecha de ese año de los ajos y de los precios que se daban en aquellos tiempos, las mujeres y los chiquetes que formaban el correte se fueran, se quedaban los sabios casi en familia. Junto a ellos solo se quedaban Felipón y Bartolo con la boca abierta tratando de no perderse estos cuentos que tanto les gustaban.
La conversación derivó en si hubo o no hubo frailes y monjas en el lugar, a lo que el hermano Juanantes se apresuró a tomar la palabra y a decir.
--¡Esos sí que son listos! …¡Quien se la dé a ellos…! Una vez un fraile engañó a san Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los que allí estaban, comenzó su cuento.
Era un fraile de aquí del convento; el padre Jerimías, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo no lo he conocido, pero mi abuelo aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba a su madre y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba que en el porche de las casas le sacaran la orza de chorizos, morcillas y costillas en adobo. ¡Qué hombre! Pesaba sus quince arrobas; cuando le hacían hábito nuevo, entraba en él toda la pieza de paño; visitaba al día once o doce casas sin que le faltase el botillo, o el porrón del vino, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:
--¿Qué le gusta más, padre Jerimias: unos huevecitos con patatas o unas morcillas, o los chorizos de la orza?
Él contestaba con voz que parecía un ronquido:
--Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y rezagante. Por allí por donde pasaba parecía regalar su salud, y la prueba era que todos los chiquetes se querían parecer con su cara de luna llena y un morrillo que por lo menos tenía tres libras de manteca.
Pero todo es malo en este mundo: pasar hambre o comer demasiado; y un día, al anochecer, el padre Jerimias, viniendo de una de esas casas que visitaba regularmente, y antes haber estado en otras cuantas más, ¡cataplum! ,dio un ronquido que puso en alerta a todo el lugar, y reventó como un odre, aunque sea mala la comparación.
Ya tenemos a nuestro padre Jerimias volando por el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí estaba el sitio de un fraile.
Llegó ante una gran puerta, toda de oro, claveteada de perlas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del alcalde cuando son las fiestas del pueblo.
--¡Toc, toc, toc!...
--¿Quién es? –preguntó desde dentro una voz de viejo.
--Abra, señor san Pedro.
--¿Y quién eres tú?
--Soy el padre Jerimias, del convento de Las Pedroñeras.
Se abrió un ventanillo y se asomó la cabeza del bendito santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por los ojos a través de los anteojos. Porque habéis de saber que el santo apóstol , como es tan viejo, está corto de vista.
--¡Aique, poca vergüenza! –Gritó hecho una furia- ¿A qué vienes aquí?-- ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arrea p`'allá, poca honra, que aquí no está tu puesto!
--Vamos, señor san Pedro: abra, que se hace de noche. Usted siempre está de broma.
--¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas a ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?
--Haga el favor, señor Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecillo libre, aunque se para coger las moñigas de los animales.
--¡Largo de aquí! ¡Menuda prenda! Si te permitiese entrar, en un día te zamparías nuestra previsión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y a los santos. Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube… Se acabó la conversación.
El santo cerro furiosamente el ventanillo, y el padre Jerimias se quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos las guitarras y las flautas de los angelitos, que aquella noche cantaban los mayos.
Pasaban las horas y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibieran mejor, cuando vio salir de entre las nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa, hinchada como un globo.
Era una monjita que había muerto de un cólico de confitura.
--Padre --dijo dulcemente al frailote, mirándole con ojos tiernos --, ¿qué, no abren a estas horas?
--Aguarda; ahora entramos.
¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías. Ya sabéis vosotros que los soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo sabíais, ya lo sabéis. Los pobres entran tal como llegan, hasta con botas y espuelas; pues algún privilegio merece su desgracia.
Échate las faldas a la cabeza—ordenó el fraile.
¡Pero…, padre mío!—contestó escandalizada lo monjita.
Haz lo que te digo y no seas tonta – gritó el padre Jerimias con autoridad--. ¿Quieres discutir conmigo, que tengo tantos estudios? ¿Qué sabes tú del modo de entrar en el cielo?
Obedeció la monja, ruborizada, y en la oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese aparecido la luna.
--Ahora, aguántate firme.
Y de un salto, el padre Jerimias se subió a horcajadas sobre el lomo de su compañera.
--Padre…,¡que pesa mucho!—gemía, sofocada, la pobrecita.
--Aguanta y da saltitos; ahora mismo entramos.
San Pedro, que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, escuchó que otra vez tocaban en la puerta.
--¿Quién es?
--Un pobre soldado de Caballería –contestó con voz triste--.Me acaban de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.
--Pasa, pobrecito, pasa –dijo el santo, abriendo media puerta.
Y vio en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no sabía estarse quieto. -- ¡Animal más nervioso!... Varias veces intentó el venerable portero buscar la cabeza del animal, pero fue imposible. Dando saltos, le presentaba siempre la grupa, y, al fin, el santo, temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:
--Pasa, soldadito, pasa adelante y mira de aquietar a esta bestia.
Y mientras el padre Jeremías se colaba cielo adentro sobre la grupa de la monja, san Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con admiración:
--¡Rediós, y qué batalla están dando allá abajo! ¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado…ni el rabo.
A la boca de los presentes asomaron unas sonrisas de oreja a oreja.
Éntrame la silla, Felipón, que los remos me flojean, hermosón.
(Chascarrillo)
A san Pedro engañó
el padre Jeremías.
Él quería estar en el cielo
aunque fuese recogiendo muñigas.
“Nunca mejora su estado quien muda
solamente de lugar, y no de vida y costumbres.”
Francisco de Quevedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario