HOMENAJE A QUIENES SE DEDICAN A LA ENSEÑANZA (Historias de Felipón, capítulo 59) | Las Pedroñeras

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domingo, 19 de noviembre de 2023

HOMENAJE A QUIENES SE DEDICAN A LA ENSEÑANZA (Historias de Felipón, capítulo 59)

Fotografía de don Adolfo Martínez Chicano (cedida por Lucía Martínez Chicano para el libro "Guía secreta de Las Pedroñeras 1).

por Vicente Sotos Parra



La pretensión de esta historieta es la de dar reconocimiento a todos los que le dedicaron, y le dedican, sus vidas a la transmisión de la cultura. Recordad que un pueblo que no conoce su pasado está condenado a repetirlo. No me acuerdo de quién dijo esto, pero lo firmo.

Los seres humanos necesitamos muy muy poquitas cosas para llevar una vida digna, una vida  razonable, independientemente de lo que nos quieren hacer creer: Acceso a la comida, la seguridad de que no te maten a ti o a tu familia, la atención medica cuando lo necesites, y la educación libre y sin cortapisas, sin complejos ideológicos que la trastoquen sean del signo que sean.

Entiendo que es la mejor inversión que un estado puede hacer, o por lo menos la más duradera a largo plazo, si lo que se quiere ser un pueblo es libre y culto.

Entiendo que la educación así como la de sanitarios y pregoneros de fe deben de tener mucho de vocación; todos los que no tengan esa vocación por bandera deberían echarse a un lado para que lo hiciesen otros.

Os dejo aquí un ejemplo de lo que le pasó a nuestro paisano el Jabato pedroñero Felipón en los tiempos aquellos que acudió a la escuela.


Las escuelas viejas de Las Pedroñeras.


"Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el maestro nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni  jota. No me faltaban ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los gorriones en la linde del campo que teníamos justo enfrente de las aulas. Todo esto me atraía mucho más que la regla de los participios; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante del Ayuntamiento en la plaza vi que el hermano Juanantes, al verme, me gritó.

--¡No corras tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo!

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

Al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor; y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

--¡Silencio! ¡Un poco de silencio!

Yo contaba con este jaleo para acomodarme bien en el pupitre sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como una mañana de domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios y al maestro que pasaba y pasaba con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No os cuento si estaría avergonzado, ni el pánico que sentía!

Pues bien: ¡No! El maestro me miró sin cólera y me dijo dulcemente:

--Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.

Me senté en el pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi soponcio, vi que el maestro se había puesto su traje de los domingos con el que acudía a misa, o usaba días de inspección o de entrega de premios. Además, la clase entera tenía un no sé qué de extraordinario, de solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo, en los bancos que solían quedar desiertos, uno cuanto viejos  sentados silenciosos como nosotros: el viejo maestro, que también fue alcalde, y los tuvo de alumnos al cartero, al pregonero, al aguacil, y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes en su semblantes.

Se levantó sus gruesas gafas hasta las cejas y ocupó el centro del aula. Mientras yo hacía interiormente estas extrañas observaciones, el maestro, como si estuviese en una tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:

--Hijos míos! Es el último día que os doy clase. Ha llegado de Cuenca la orden de que no enseñe más. El maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección. Os suplico que pongáis toda la atención.

Estas cuantas palabras me trastornaron por completo. ¡Mi última lección! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces... ¡ya no lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a coger nidos, los días que me quedé jugando en la plaza al gua, a las cuatro esquinas. Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la manos, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos de los que me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que del maestro. La idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.

¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos amigos que fueron sus discípulos cuando los enseño a leer y escribir después de haber estado todo el día en el campo. Habían venido a sentarse en los último asientos de la clase. Parecía que sentían no haber venido más a menudo; era también una forma de dar las gracias al maestro por los cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos en su partida.

Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el pupitre, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El maestro me iba diciendo:

--No te riño, pobrecito; bastante castigado estás…Pero mira, las cosas son así.

Y continuó diciendo:

--Todos los días decimos: "¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiare mañana, y luego aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Esta ha sido la gran desgracia de nuestra vida, dejarlo todo para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos: '¿Pero como no fuiste a la escuela?' De todo ello tú no tienes la culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara. A tus padres no les importaba gran cosa veros instruidos; les parecía mejor  mandaros a trabajar la tierra para ganar unas cuantas pesetas más. y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No los he mandado traerme el bocadillo de mi casa? Y cuando quería irme a mi casa media hora más pronto porque no tenía ganas de estar con todos vosotros. Y las semanas que estuve por enfermedad fingida y no tuvisteis quien siguiera dándoos las lecciones..." 

Y después de una cosa, otra. El maestro llego a hablarnos de la lengua española, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conoce su historia bien y, la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión. Después cogió un libro de gramática y nos leyó la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía, todo lo que decía me parecía fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta atención y que tampoco él había puesto nunca tanta paciencia en sus explicaciones. Yo diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos lo quería meter de golpe en la cabeza.

Cuando hubo terminado la lección, pasamos a la escritura. El maestro nos enseñó lo que había preparado  con una hermosa letra, que a mí me parecían banderitas que ondeaban, colgadas como de un mástil. Era de ver cómo nos aplicamos todos. ¡Qué silencio! Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie reparó en ellos, ni siquiera aquellos más pequeñuelos, que no levantaron la cabeza, trazando sus palotes con tanta afición que no pusieron atención a su presencia. Sobre el tejado de enfrente de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me pregunté: ¿Las obligarán también a aprender el español?

De vez en cuando levantaba los ojos de mi cuaderno y veía al maestro, inmóvil en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse en la mirada toda toda su escuela. Desde hacía cuarenta años estaba allí en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida; solo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso. Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron  juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la clase, el viejo maestro se había puesto sus gafas y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso oírlo, que teníamos ganas  de reír y llorar  a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de esta última clase!

En esto, el reloj del ayuntamiento dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo momento, el maestro se levantó de su asiento completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.

--Hijos míos—dijo--; hijos míos…Yo …,yo…

Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase.

Entonces se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y,  con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo:

¡VIVA ESPAÑA!

Y allí se quedó, con la cabeza apoyada contra la pared y, sin hablar, nos hacía con la mano señas que querían decir:

--Se ha acabado… Salid.

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(CHASCARRILLO)

Este juntaletras ha pretendido

hacer justicia con su reconocimiento

con el mayor de los respetos.

¿Quién no recuerda a su maestro/a?



Si piensas en término de un año, planta una semilla;

en termino de diez años, planta un árbol,

en términos de 100 años, enseña a la gente. 

(CONFUCIO)

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