FOTOGRAFÍAS DE 1974 DEL PUEBLO Y SUS AJOS: Artículo de Manuel Alcántara sobre Las Pedroñeras | Las Pedroñeras

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sábado, 11 de noviembre de 2023

FOTOGRAFÍAS DE 1974 DEL PUEBLO Y SUS AJOS: Artículo de Manuel Alcántara sobre Las Pedroñeras

 


Acaba de llegar a casa un ejemplar del periódico Arriba del domingo 25 de agosto de 1974, y lo he comprado porque la portada está dedicada a nuestro pueblo y a sus ajos. Evidentemente, en su interior hay un artículo cuya autoría es del reconocido (y desaparecido) periodista Manuel Alcántara, quien visitó la Capital del Ajo para tomar notas antes de redactarlo. El texto viene acompañado por fotografías impagables sobre Las Pedroñeras, dedicadas a los ajos la mayoría, junto a otras tomadas desde la torre de la iglesia. Salido de la pluma del, quizá, más prolífico escritor de artículos de nuestro país (con permiso de Ruano), sabíamos que la calidad iba a ser óptima y su estilo, ¿cómo no?, literario, muy lírico; no merecía menos nuestro producto estrella. Da gusto leerle. Da gusto también ver estas fotos ya imposibles sobre nuestro pueblo y su gente que ya deseaba uno compartir con todos vosotros. Disfrutadlas.


Las fotografías:


(Os las presento en orden, según aparecen en el artículo. No se hace constar en parte alguna el nombre del autor de las fotografías, por lo que uno quiere pensar que es el propio escritor que firma el texto, Manuel Alcántara).

Así se veía el ayuntamiento de Las Pedroñeras desde nuestra torre de la iglesia en agosto de 1974. Y detrás, el pueblo, a vista de pájaro, siendo reconocibles el silo o el mercado de abastos recién construido.

Cortando ajos en saco. Era la modalidad más querida para algunos. También se usaba cuando uno se cansaba de estar de rodillas. Cuando se llenaba el saco (un saco desgarrado y abierto), se vertía entre dos personas en dos cajas vacías que se ponían juntas: convenía meter parte del saco con los ajos en las cajas, de modo que al estirar de él despacico, quedasen huecos en la caja y, así, costase menos tiempo "llenarla". Eran picardías de la época. Recordad que uno cobraba por caja cortada.


Supongo que esto sería en la cooperativa. Junto a la cinta por donde marchan bailando las cabezas de ajos aparecen hombres sentados, a uno u otro lado, por lo que piensa uno que están destriando, es decir, apartando el destrío, los ajos con defectos.

Esta fotografía ocupa casi dos páginas del periódico. En ella se ve a los trabajadores cogiendo gavilla (o haces) de la cina (hacina). Uno supone que lo hacen para extenderlos y procurar, de esta manera, que no se "enciendan" y reciban el pertinente oreo.


No sabemos con exactitud lo que hace esta muchacha. Toma ajos de una caja y, por la tableta calibrada que tiene en el regazo y las tres cajas a medio llenar frente, uno infiere que los está pelando y calibrándolos para depositarlos con posterioridad en el recipiente correspondiente.

En esta otra foto, otras mujeres haciendo lo explicado en el pie de la anterior.


Aquí, más cortadores de ajos: los de este lado, cortando en saco; los del otro lado de la hacina parece que prefieren cortar sentados en una caja. Da la impresión que, al menos estas cortadoras más próximas, están cortando bodrio, es decir, ajos sueltos, y por eso prefieren estar sentadas en el suelo pues no era habitual (pues cundía menos) echarse el bodrio en el halda.


Otra fotografía del pueblo visto desde la torre. Aquí el mercado se aprecia perfectamente. Si os fijáis, tampoco se ven muchas antenas de televisión todavía sobre los tejados.


La misma chica que vimos antes en color en otro momento. Como veis, parece estar arreglando la cabeza de ajos con una navaja o tijeras.


Fenomenal fotografía esta, que muestra a las pedadoras de ajos cortados sentadas en asentillos tradicionales y depositando las cabezas de ajos en cajas de diez kilos con dos departamentos colocadas a su derecha. Eran las utilizadas para la exportación.


En esta imagen, los empleados van tomando haces de ajos de la "cina" para extenderlos. También se observa una buena pila de cajas de ajos cortados a la derecha y, a la izquierda, cajas vacías en "carrucos" (agrupadas de tres en tres).



En esta otra imagen se observa la máquina de clasificar ajos por categorías (esto es, según el diámetro de la cabeza). En el fondo, dos empleados destrían; estos seis más cercanos se ocupan de cuidar del llenado de las cajas y retirarlas una vez llenas.


Hermosa foto. La cortadora va tomando los ajos del suelo con la mano izquierda, teniendo en la derecha las tijeras, que esperan ya con la boca abierta para recibirlo y afeitarle las barbas. Los ajos, ya cortados, va depositándose en el saco (iban empujándose hasta el fondo cuando se te amontonaban en la parte más cercana a ti). La cortadora lleva pañuelo (para evitar el polvo en el pelo), camisa de manga larga, pantalones largos (todo era largo), mandil y zapatillas de loneta. Parece que corta en el almacén de A. Ferrer Sancho, pues este nombre aparece estampado en la caja de atrás



Más peladoras de ajos trabajando sobre la zaranda. Se observan cajas de ajos de exportación apiladas.


Vista desde la torre de parte de la casa de los Molina, la calle Fray Luis de León, el depósito del agua y el pueblo perdiéndose en lontananza por esta zona norte del pueblo. En primer término, el que fuera jardín de los Zapata.

Una última foto de los trabajadores tomando gavillas de la "cina" para concluir el reportaje.

El artículo:


Bodegón de Pedroñeras

Los habíamos visto en la literatura y en la cocina, en la farmacia y en los caminos, pero ahora hemos venido a visitarlos en su propia tierra conquense, en mitad de La Mancha lineal y desmesurada. Pedroñeras tiene seis mil habitantes y más de seis mil esfuerzos. De aquí no emigra nadie, porque el pueblo se inclina durante todo el año sobre los ajares, con mimo, con incertidumbre, con temblores y con esa forma de amor que solemos llamar paciencia. El ajo conventual, teresiano y unamunesco, es el emblema de esta villa laboriosa y olorosa. Es una flor llena de humildad. Una fruta poblada de poderes. Cuarenta o cincuenta millones de kilos de ajos salen cada año de esta tierra pródiga en diamantes comestibles. Y yo he venido para verlos en su ciudad natal.

Antes de ser un aderezo, antes incluso de convertirse en la trenza cana de las despensas y de hacerse nómada y cargar de cadenas blancas al que vende las ristras, el ajo ha sido una fatiga terrestre y humana. Amenazado por madrugadas de escarcha, el ajar necesita cuidados minuciosos y constantes. Familias enteras vigilan su edad y cuando las manos de todos, después de tutearse con la tierra, los arrancan del santo suelo, los ajos de Pedroñeras se hospedan en las casas, viven en los patios. se congregan en los almacenes y parece que una magna granizada frutal ha caído sobre el pueblo. Una empresa única atarea a todos y el aroma bravo de los ajos merodea por la Fuente del Pilar y recorre la calle Tortosa, ronda entre escudos y soportales y se detiene un momento en la puerta de la Casa de los Mendizábal. Antes de emprender viaje hacia todos los caminos del mundo, el ajo de Las Pedroñeras se hace nazareno de las doce cofradías de las ánimas, recuerda su litúrgico morado y se despide de los campos manchegos. Ha nacido para recorrer el mundo, camino de las sartenes, para estar en la mesa de todos, para repartir su impulsivo perfume. Se ha pasado mucho tiempo en la tierra, como un minero de sí mismo, hasta hacerse imprescindible, vehemente y compacto. Ya le han cortado con tijeras la hirsuta cresta de paja, el breve penacho amarillo. Ya ha bailado, casi entera, la danza de los siete velos que cada ajo baila camino de la cazuelas y le quedan solo dos camisas. Desprendido y apto ya está dispuesto a servir de talismán, de receta o de inexcusable toque gastronómico. Cada ajo transporta un otoño y son muchas las minúsculas láminas crujientes que abandona antes de partir.

Solo un tópico concepto de la belleza, oriundo de la cursilería, ha podido desdeñar a esta liliácea cuyo único pecado es ser útil. El ajo, que tiene algo de mineral y de fruta, es una flor repleta, una pálida mandarina, un cónclave de lunas menguantes. "Ajo de agónica plata", llamó Lorca la luna. Claro que otros han hablado, no sin desprecio, de lo que forma parte sustancial de sus comidas y llamaron al ajo franciscano y benéfico "la vainilla española".  No se dieron cuenta cabal de la solidaria hermosura de esta flor cotidiana, que ya era amiga de los egipcios. Solo muy recientemente ha sido exaltado por los ceramistas de esas grandes fuentes de barro que son como el mausoleo de todas las ristras destrenzadas en el mundo. ¿Cómo no se ha reparado en su belleza?, ¿acaso por andar entre pucheros? El ajo tiene algo de monte blanco de los campos, de curvo granizo de dentadura terrestre.

Pedroñeras es la capital del ajo. Ellos son absolutamente hispánicos y se ponen, que es una manera cuidadosa de sembrar, en cualquier tierra dócil, pero es aquí donde adquieren su carta de ciudadanía. Vienen a ser como el emblema del pueblo, su presente, su futuro, su trabajo, su razón de estar y de ser. En el escudo puede haber un pino y dos perdices, pero debiera haber uno de esos silenciosos cascabeles del olor que son los ajos, colmillos de los lobos del subsuelo, alfanjes carnales, puños de escarcha... Sirven para comer y para curarse, para alzar el sabor de un guiso o para combatir los recónditos diablos del reúma. Y, en los ratos libres, los ajos de Pedroñeras luchan contra el mal fario y ahuyentas a los gales (sic: males) con la bravura de su fragancia.

Los he visto congregados, en víspera de viaje, y pienso que el camino que parte de Pedroñeras conduce a todos los lugares del mundo.

Manuel Alcántara

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