por Vicente Sotos Parra
Quiero en primer lugar darle las gracias al hermano Andrés García Revenga por despertar en mí esta historia con sus sabias palabras razonadas con sus muchos años a las costillas. Seguro estoy que él la contaría mejor y más detallada, más rica que este juntaletras pueda llegar a contarla.
Habían pasado ya algunos años y siendo ya un mozo Felipón acudió a ver a aquel sabio el hermano Pucherete que seguía por allí por la casa la Somala siendo el pastor de cabras y ovejas.
Felipón sabía donde encontrarlo en aquella pedriza junto a su perra canela, un cruce de setter y de un perro callejero. Preñada y flaca a más no poder, se arrastraba tras su amo con el rabo entre las patas, tratando de no pincharse el hocico. El tiempo no era bueno esa mañana: el cielo estaba encapotado. De los árboles y de los helechos, envueltos en una ligera neblina, caían gruesas gotas: la humedad de la hierba exhalaba un penetrante olor a tierra mojada. Resguardado en la vieja pedriza tocaba su humilde flauta rustica que no le sacaba más de cinco o seis notas, que alargaba perezosamente, sin tratar de formar con ellas una melodía; sin embargo, en ese silbido se percibía un acento sombrío y harto melancólico. Allí estaba el hermano Pucherete, el viejo pastor, enjuto, vestido con su vieja y raída chaqueta de pana heredada de su padre y en la cabeza su inseparable boina. Mirando al suelo con aire meditabundo, al tiempo que tocaba, al parecer, sin prestar atención.
--¡Buenos días, hermano! --¡Que Dios te guarde, hemosón! –le dijo a Felipón a modo de saludo --. ¡Se da usted maña para tocar la flauta! ¿De quién es el rebaño? –Del de toda la vida --respondió con desgana el pastor, y guardó en el bolsillo su flauta.
--`¡Vaya tiempo, Dios nos proteja! –dijo. Moviendo la cabeza—. La gente aún no ha recogido la cebá el trigo y los ajos, las lentejas, los hieros, los garbanzos, y no para de llover, ¡Dios nos ampare!
El pastor miró al cielo del que caía una fina llovizna, y se quedó pensativo, sin decir nada.
--Llevamos así todo el verano…--añadió Felipón con un suspiro. -- Es malo para los campesinos y poco agradable para los señores.
El pastor volvió a mirar el cielo con aspecto meditabundo y comentó, arrastrando cada palabra, como si las estuviese masticando:
--Todo sigue la misma pendiente…No nos espera nada bueno.
--¿Y cómo van por aquí las cosas? – preguntó Felipón.
--¿Ha visto usted muchos nidos de perdices y de chorlitos?
El pastor tardó algún tiempo en contestar. Volvió a mirar al cielo, dirigió la vista a un lado y a otro con aire concentrado, parpadeó… Por lo visto, concedía no poca importancia a sus palabras y, para acrecentar su valor, trataba de pronunciarlas arrastrándolas con cierta solemnidad. Tenía esa expresión sutil y grave de los ancianos, y su nariz, atravesada por una cavidad en forma de silla de montar, con orificios apuntando hacia arriba, le daba un aspecto astuto y burlón.
--No, creo que no los he visto – respondió – Ayer mesmo pasó cazando por aquí el hermano Santano y me dijo que levantó dos nidadas de perdices y una de chorlitos. Pero seguramente miente. Por aquí cada vez queda menos de to.
--¡Así es, hermoso!…¡Hay poca caza en toas partes! Si se para uno a pensarlo, la caza es insignificante y no produce nada. Apenas hay animales salvajes y con los pocos que quedan no merece la pena ni mancharse las manos: ¡no han tenido tiempo de crecer! Son tan pequeños que hasta da vergüenza mirarlos. Largo queda ya el tiempo en el que con las cerdas de la cola de la mula hacíamos lazos para cazar las perdices, los chorlitos, conejos y liebres para el rancho… esto fue antaño.
Felipón sonrió e hizo un gesto de desaliento con la mano.
--¡Lo que pasa es que este mundo es motivo de risa, nada más y, nada menos! Las aves de ahora se comportan de un modo incompresible; empiezan a empollar demasiado tarde, de modo que algunas aún están sobre los huevos el día de San Juan. ¡Te lo aseguro!
--Todo sigue la misma pendiente –dijo el pastor, levantando la cabeza --. El año pasado había poca caza, pero este aún hay menos y dentro de unos cuantos años supongo que no quedará nada. Pronto no habrá caza ni aves de ningún tipo.
Felipón, tras unos instantes de reflexión, dijo: "Así es".
El pastor esbozó una amarga sonrisa y sacudió la cabeza.
--¡Es sorprendente!—añadió--. ¿Y adónde ha ido a parar to eso? Antaño, lo recuerdo bien, este lugar estaba lleno de avutardas, patos, de urogallos. Cuando los señoritos iban de caza, no se oía más que "¡pan-pan-pan!" Las perdices y los chorlitos eran incontables, estorninos, gorriones. ¡Cantidades enormes! ¿Adónde ha ido a parar too eso? Ya ni siquiera se ven aves rapaces. Las águilas, los halcones y los mochuelos han desaparecido… Y en cuanto a los animales salvajes, hay todavía menos. En la actualidad, hermosón, es raro encontrarse con un lobo o un zorro. Hace cuarenta años que observo la obra de Dios y me doy cuenta de que todo sigue la misma pendiente.
--¿Hacia dónde hermano?
--Hacia el desastre, hermosón. A lo que parece, todo se encamina hacia la perdición… Ha llegado el momento de que el mundo de Dios perezca. El anciano se puso la gorra un poco más alta de sus cejas y se quedó mirando al cielo. –-¡Es una pena! –añadió con un suspiro, después de unos instantes de silencio-- ¡Ah, Señor, qué lastima!
--El sol, el cielo, los bosques, los ríos, los seres vivientes… y todo creado, adaptado, ajustado pieza a pieza. Cada cosa cumple su función y conoce su lugar. ¡Y todo eso está en el camino de perecer!
Una triste sonrisa iluminó el rostro del pastor y sus ojos parpadearon.
Se produjo un silencio. Felipón se quedó pensativo, con la mirada fija en un mismo punto. Trataba de recordar un solo lugar de la naturaleza al que no hubiera rozado ese desastre general. A través de la niebla y las bandas oblicuas de la lluvia, como a través de un cristal esmerilado, se filtraban manchas de luz que se apagaban enseguida: era el sol que se esforzaba por atravesar las nubes y contemplar la tierra.
--Y lo mismo pasa con los pinares… --masculló Felipón.
--Y lo mismo pasa con los pinares… --repitió el pastor--. Sufren el acoso del hacha, arden, se secan y no crecen ejemplares nuevos. Basta que algo despunte para que lo talen; en cuanto brota un ejemplar, y así hasta que no quede nada. Yo, hermoson, me ocupo del rebaño. No he hecho otra cosa en toa mi vida, Felipón.
--En cambio, la gente se ha vuelto mejor —apuntó Felipón.
--¿En qué es mejor?
-- ¡Es más inteligente!
--¿De poco le vale la inteligencia? ¿De qué le sirve a un cazador la inteligencia si no hay animales? Mírame a mí, por ejemplo, soy el último pastor de la aldea, pero tengo fuerza, muchacho. Fíjate, voy a cumplir los setenta, me paso todo el día guardando rebaño; mi hijo es más inteligente que yo, pero ponlo en mi lugar y al día siguiente irá al médico. Así es. Yo no como nada más que pan; no en vano se dice: "El pan nuestro de cada día dánoslo hoy".
Tras despedirse del hermano Pucherete, Felipón echó a andar con sus pasos por el camino luego bajo la cuesta que poco a poco fue transformándose en una ciénaga. El agua fluía bajo sus pies, la tierra, temiendo que la aplastara. Los campos se vuelven oscuros, la tierra se enfría y se cubre de barro, los pinos lloran y adquieren una apariencia a un más triste; por el tronco corren sus lágrimas como temiendo ofender a la afligida naturaleza con una expresión de fatalidad.
Empezó a pensar Felipón en el desorden que se observa en los campos y sintió una amargura y una desolación indecible.
(CHASCARRILLO)
Cuánta razón tenía el hermano,
mucho es el tiempo pasado.
Somos más inteligentes que antaño
por eso a la naturaleza maltratamos.
Mi pueblo fue rico antaño en pinares,
hogaño ni pinos, ni gorriones se ven.
Los pinares fueron cenizas,
ciego está el que no lo quiera ver.
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Para enderezar lo torcido
debes hacer algo más difícil:
Enderézate a ti mismo.
BUDA
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