SUPONGAMOS QUE HABLO DE PAISANOS NUESTROS - capítulo 67 de las historia de Felipón | Las Pedroñeras

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lunes, 24 de junio de 2024

SUPONGAMOS QUE HABLO DE PAISANOS NUESTROS - capítulo 67 de las historia de Felipón

 

por Vicente Sotos Parra



No tiene que ser precisamente Madrid el lugar al que se fuera mucha gente de la Mancha a trabajar, pues en los años sesenta fueron los años en que castellanos, andaluces, extremeños acudían a las grandes urbes para buscar una mejor vida en donde poder comer un poco más de lo que podían en sus pueblos, y el destino solía ser Madrid, Barcelona, Valencia... allí encontraban otra forma de vida dada la revolución industrial de aquellos años.


Nuestros paisanos no iban a ser diferentes dejando a padres y hermanos en el lugar de origen. Algunos como en este caso fue el desarraigo de sus orígenes y los que más lo sufrieron fueron los padres, que viejos sin ningún tipo de apoyo de hijos/as en las cuales poder apoyar sus miserias se veían abocados al más triste de los destinos, el abandono, y además el desconocimiento total de saber si seguían con vida. 

Para muestra un botón.

Hacía ya diez años que el hermano Frasquito y la hermana Juliana no tenían noticias de su hija Julia. Esta, después de la boda, se había marchado con su marido a Madrid, desde donde envió dos cartas, no volviendo a recibir más noticias de ella. La vieja, tanto al amanecer, mientras ordeñaba la vaca, como cuando encendía la estufa, o por la noche al dormitar, estaba siempre pensando en lo mismo: en si su Julia vivía o no. Había que ponerle una carta, pero el viejo no sabía escribir ni ella tampoco y no tenía a quien pedir que lo hiciera por ellos. En el barrio pocos eran los que tenían conocimientos de cuentas y de la escritura. Fue cuando pensaron en Felipón para que le escribiese la carta a su hija ya que vivía en el barrio en una casa cerca de la suya. Una casa humilde a más no poder con una sola habitación. Un corral grande, con el tejado ondulado con las traveseras podridas de la humedad que estaban a punto de caer. Dejándole el recao a Felipa para que fuese Felipón a su casa y le escribiese la carta. Saludando a los viejos y ante él, la hermana Juliana, pensativa y con rostro afligido y preocupado. Junto a ella estaba el hermano Frasquito, su viejo, hombre extremadamente alto y delgado, de calva color marrón. Este, inmóvil, miraba fijamente ante sí, como un ciego. Sobre el fogón, en una cazuela a fuego lento no paraba de emitir este sonido: “Flu, flu, flu", en la que dentro bailaban las cuatro patatas tropezando unas con otras.

--¿Qué hay que poner? –preguntó Felipón.

Bueno…, escribe…--dijo la hermana Juliana…” A nuestro amable yerno Leoncio, saludo profundo y cariñoso y nuestra bendición paternal”. – Al mismo tiempo, les felicitamos por la Navidad.  Nosotros nos encontramos en buena salud, lo que también deseamos les conceda el Señor Todopoderoso…

La hermana meditó un momento y cambió una mirada con el hermano Frasquito.

---… que también deseamos os conceda el Señor Todopoderoso---repitió. Echándose a llorar.

No pudo decir más.  Antes, cuando pensaba sobre ello por las noches, le parecía que lo que tenía que decir no podría caber ni en diez cartas. Mucho tiempo había pasado desde que la hija se marchó con su marido. Mucha agua había llovido… Los viejos, como huérfanos, se pasaban las noches suspirando como si la hija estuviera enterrada. Sin embargo, durante ese tiempo…¡cuántos acontecimientos de toda clases…, cuántas bodas y muertes había habido en el pueblo! …¡Qué largas noches! … ¡Qué largos inviernos!

--¿En qué se ocupa su yerno? – preguntó Felipón.

--Antes era soldado, pero ahora es portero de una finca en Madrid.

--Míralo puesto aquí –dijo la vieja sacándose una  carta de la faldiquera --. Es de Julia y la recibimos, ¿sabe Dios cuánto tiempo hace? ¡Puede que ni viva ya!...

Mientras escribía iba leyendo en voz alta lo escrito, en tanto, en tanto que la hermana Juliana pensaba en que había que decir algo de la gran pobreza por la que habían pasado el año pasado y de que habían tenido que vender la vaca. También que pedir dinero para comer, que decir que el hermano estaba enfermo y seguramente se moriría pronto… Pero ¿cómo expresar en palabras todo esto?... ¿Qué era lo que había que decir primero y lo que había que decir después?

--Quisiera conocer a los nietecillos. —dijo el hermano Frasquito.

--¿Qué nietecillos? –preguntó la vieja, mirándole enfadada –A lo mejor no los hay.

--¿Nietecillos? …¡O a lo mejor sí los hay! …--¡Eso quién va a saberlo, copón”! ---dijo el hermano Frasquito.

Cuando Felipón acabo de escribir la carta desde el principio hasta el final. El viejo asentía con la cabeza, lleno de confianza.

--No está mal… Ha salido de corrido. No está mal.

El hermano Frasquito fijaba ante sí una mirada inmóvil, como la de un ciego, plenamente confiado con el rostro lleno de satisfacción.  En cambio, la hermana Juliana al salir a la puerta de la calle a despedir a Felipón con una leve sonrisa dándole las gracias su rostro cambio al ver venir un perro, diciendo:

--¡Uuuu!... ¡Maldito chucho!

La vieja se pasó la noche en vela. Torturada por sus cavilaciones, se levantó el amanecer y tras decir sus oraciones se fue a echar la carta.

El portal del edificio estaba abierto igual que cualquier día del año, pero este era especial por ser el primero del año en curso. Pero Leoncio, el portero, estrenaba galones en el uniforme, brillaban sus zapatos de un modo especial y felicitaba la entrada del año a todos los vecinos, deseándoles  mucha suerte.  

--¡Feliz Año Nuevo! ¡Muchas felicidades, excelencia!

--Gracias, amigo. Igualmente.

Cuando los pasos de este se desvanecieron, Leoncio echando una mirada al correo acumulado, encontró una carta a su nombre. Después de abrirla y de leer unos cuantos renglones, despacio y con los ojos siempre en el periódico, se dirigió a su habitación, situada allí mismo, a un extremo del pasillo.

Julia, su mujer, sentada sobre la cama, daba de mamar a un niño. Otro, algo mayor, junto a ella, apoyaba la cabeza en sus rodillas, mientras un tercero dormía sobre la cama.

Leoncio entró en el sótano que hacía de habitación en la que el sol no llegó a entrar nunca,  y entregó a su mujer la carta con estas palabras:

--Seguramente es del lugar.

Luego volvió a salir, y sin apartar los ojos del periódico se detuvo en el pasillo, a poca distancia de la puerta. Podía oír la voz temblorosa de Julia leyendo los primeros renglones. Leyó estos y no pudo seguir. Le bastaban aquellos renglones… Echándose a llorar y cogiendo entre sus brazos a su hijo mayor, empezó a besarle y a hablarse, sin que él pudiera comprender si lloraba o reía.

--` ¡Es de la abuela y del abuelo! … ¡De Las Pedroñeras! … ¡Virgen Santísima!... ¡ La de nieve que habrá allí ahora! … ¡Los árboles se ponen blancos, blancos!... Los niños juegan en las calles tirándose bolas de nieve. Mientras el abuelo y la abuela están sentados al lado de la estufa.

--¡Por el campo corren las liebres!... —Proseguía Julia, inundada de lágrimas y besando a los chicos--. El abuelo es muy bueno y muy tranquilo y la abuela  también es muy buena… En Las Pedroñeras toda la gente es de buen corazón, y las gentes cantan...! Si nos llevaras allí, Virgen Santísima, protectora nuestra!

Leoncio recordó en este momento que su mujer le había dado dos o tres veces cartas rogándole que las enviara al lugar; pero unas veces por unas cosas y otras por otras, nunca había podido hacerlo. Las cartas que no había mandado se habían extraviado por alguna parte.

Mientras no venía nadie, Leoncio volvió a entrar en la habitación a fumar, y Julia, de repente, se calló y se secó los ojos. Solo sus labios temblaban. Tenía mucho miedo a su marido. A la mirada de este, sus paseos, la estremecían, llenándola de espanto. Ante él no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra.


(CHASCARRILLO)

Hasta para pedir justicia,

los pobres son pobres.

Ciega es la justicia,

el del cielo sordo anda.


El hipócrita es un hombre con la suficiente energía

para adoptar dos máscaras y no solo una.

G. K. Chesterton

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