EL CURA DE LA BURRA Y EL DÍA DE SAN ANTÓN (cuento popular). Capítulo 61 de las historias de Felipón | Las Pedroñeras

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martes, 16 de enero de 2024

EL CURA DE LA BURRA Y EL DÍA DE SAN ANTÓN (cuento popular). Capítulo 61 de las historias de Felipón

Momento en una carrera de San Antón.
Fotografía publicada en Guía secreta  de Las Pedroñeras2. Las tradiciones.

por Vicente Sotos Parra



Durante algún tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de “EL CURA DE LA BURRA” y esa coz guardada diez años. Nadie ha podido informarme  acerca de esto en particular. En todo el contorno se le conocía con el sobrenombre de "el cura de la burra" y ni siquiera un tal Ángel Carrasco Sotos que de historia de nuestro Lugar lo sabe casi todo, conoce de pe a pa las leyendas, y  que esta debe de ser  reminiscencia  de alguna crónica de la Mancha, pero no ha oído hablar jamás de ella, sino tan solo por el proverbio. Solo en el Arzobispado de Cuenca encontré lo que deseaba. El cuento es bonito aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como se lo escucho Felipón en boca del hermano Juanantes.

Estaban Felipón y Bartolo jugando en la calle dándole patadas a un balón de trapo, cuando el hermano Juanantes les dijo: "¡Hermosones, ¿vosotros me ayudaríais a bajar unas gavillas de sarmientos de la tiná, y unas cepejas pa el brasero?" A los dos amigos les faltó tiempo para subir a por las dos gavillas de sarmientos y las cepas. El hermano les dio media onza de chocolate Josefillo. Era tan hermosa la compañía que les quiso contar este cuento que como en el verano les cantaba en aquellos corrillos y les gustaba escuchar, esta vez fue a la calor de la lumbre.

Empezó a hablar el hermano Juanantes.

"Entre los innumerables cuentos más famosos que escuché de mi padre está este, que data de muchos años atrás. No conozco ninguno más pintoresco ni más extraño. Cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse '¡No te fíes de ese hombre, porque es como la burra del señor cura, que le guardó la coz diez años!'

No se había visto en el lugar nada igual en tiempos. Jamás ha existido un pueblo tan alegre, vivo y en ardor por los festejos. El día de San Antón, desde la mañana a la noche, todo eran procesiones y peregrinaciones, con las calles alfombradas de flores, empavesadas con tapices llegaban de toda España las gentes. Y día y noche se estaba allí la gente, baila que te bailas. ¡Ah, qué dichosos tiempos, que Lugar tan feliz! En donde la armonía y la hermandad no tenía límites. Jamás hambre, nunca guerra. He aquí como gobernaba a su pueblo. ¡Tal es la causa de que los vecinos lo echaran tanto de menos en el pueblo!

¡Oh, qué muerte más llorada la suya! ¡Era un príncipe tan amabable, tan gracioso! ¡Se reía tan bien desde lo alto de su burra! Y cuando alguien pasaba cerca de él, así fuese un pobrecete o el alcalde del Lugar, ¡Le daba su bendición con tanta cortesía! Un verdadero santo, con algo de picaresca en la risa, un tallo de mejorana en la sotana, y sin el más insignificante trapicheo…

Nunca se le conoció a este santo padre más bienes que aquella viña, una viñeja plantada por él mismo a tres kilómetros del lugar, por allí por el cerro Ratón. Todos los domingos, concluidas obligaciones religiosas, el justo varón iba a cuidarla, y cuando estaba allí sentado al grato sol, con su burra cerca, y alrededor suyo los monaguillos tendidos a la bartola, al pie de las cepas, entonces mandaba destapar un frasco de vino de su cosecha (ese hermoso vino, de color rubí, conocido desde entonces por el nombre vino del cura de la burra y lo saboreaba a sorbitos, mirando enternecido a su viña. Consumido el frasco, al caer la tarde se volvía alegremente al Lugar, seguido de los monaguillos y del sacristán con su burra espoleada al trotecillo saltarín. Es por eso por lo que a la burra la tenía en los cuernos de la luna. Después de su viña lo que más estimaba en el mundo era su burra. El bendito señor se pirraba por aquel cuadrúpedo. Todas la noches, antes de irse a la cama, iba a ver si estaba cerrada la cuadra o si tenía lleno el pesebre; y jamás abandonó la mesa sin hacer preparar en su presencia un gran ponche  de vino manchego de la viñeja, con su azúcar que él mismo llevaba a su burra, a despecho de los que lo sabían… Es necesario decir también que la bestia valía la pena. Era una hermosa burra negra salpicada de mechones blancos, firme de piernas, de pelo lustroso, grupa ancha y redonda, que llevaba erguida la enjuta cabeza guarnecida toda ella de perendengues, lazos, cascabeles de plata, bombillas; además de estas buenas cualidades, reunía otras que el cura no apreciaba menos: era dulce como un ángel, de  cándido mirar y con un par de orejas largas en constante bamboleo, que le daban ese aspecto bonachón… Todo el lugar la respetaba, y cunando pasaba por las calles no había agasajos que no se le hiciesen,  pues  todos sabían que ese era el mejor medio de ser bien recibido por el cura. Y con su aire inocente, la burra del cura había conducido a más de uno a la fortuna. Prueba de ello es lo que le paso al gitanillo Morcillo. Era este un granuja a quien su padre no podía hacer carrera de él, se  había visto en la necesidad de arrojarlo de su casa, porque además de que no quería trabajar mareaba al resto de sus hermanicos. Durante  seis meses se le vio arrastrar sus harapos por todas partes, pero mayormente cerca de la casa del señor cura; porque el pícaro tenía desde mucho tiempo antes sus ideas respecto a la burra del cura, y vais a ver que no iba desencaminado.

Un día que el cura se paseaba a solas con su burra, se le acerca de buenas a primeras el gitanillo Morcillo, juntando las manos con ademán de asombro. Le confundió su boina negra que era lo más parecido a una txapela vasca, que con buena maña se la dejaba caer a la derecha  con una sola mano, con el solideo, que es el pequeño gorro que lleva sobre la coronilla de la cabeza el papa totalmente blanco, no teniendo nada, nada en común con la boina negra del bueno del cura. 

-¡Ah, Dios mío, gran padre santo, hermosa burra tiene!... Permítame vuestra santidad que la contemple un poco… ¡Ah, papa mío, qué burra tan maravillosa!...El emperador de Alemania no tiene otra  igual.

Y la acariciaba, y le decía dulcemente como a una señorita:

-Ven acá, alhaja, tesoro, mi perla fina…

Y el bueno del cura, enternecido, decía para sus adentros:

-¡Qué guapo mozo!... ¡Qué cariñoso está con mi burra!

¿Y sabéis lo que pasó al día siguiente? El gitanillo Morcillo cambió sus ropas de harapos por otras de encajes, una capa de coro de seda violeta, unos zapatos con hebillas, e ingresó en la iglesia con los monaguillos en donde antes de él no habían podido ingresar más que los hijos de los ricos atocinados del  Lugar… ¡He ahí lo que es la intriga!

Protegido por el cura y al servicio de este, el bribonzuelo continúo la farsa que también le había salido. Insolente con todo el mundo, solo tenía atenciones y miramientos con la burra, y siempre andaba por las calles con un puñado de avena o cebada mirando al balcón del cura, como quien dice. ¿Para quién es esto?

Tantas cosas hizo, que al pobre y bueno del cura, que se sentía envejecer, le confió el cuidado de vigilar la cuadra y llevarle a la burra su ponche de vino.

Tampoco era esto cosa de risa para la burra. Pero entonces, a la hora del vino llegaban siempre junto a ella cinco o seis churumbeles de la misma ralea,  mocosos que se metían pronto entre la paja con su olor de podredumbre que le molestaba, y aparecía el gitanillo Morcillo llevando con precaución el ponche de vino. Allí comenzaba el martirio del pobre animal. Aquel vino que tanto le agradaba, que le daba calor, que le ponía alas. Cometían la crueldad de traérselo allí, a su pesebre, y hacérselo respirar, después, cuando tenía impregnadas de olor las narices, ¡el hermoso licor era engullido completamente por aquellos granujas!... Y si no hubieran cometido más crímenes que el de robarle el vino…Pero todos esos seis eran unos diablos, y en cuanto se lo bebían… uno le tiraba del orejas, otro del rabo, Morcillo se le encaramaba en el lomo, otro le ponía su birrete, y ni uno solo de aquellos pícaros pensaba que de  una coz hubiera podido enviarlos a todos a las nubes… ¡Pero, no! Por  algo era la burra del cura, la burra de las bendiciones  y de la indulgencias… Por  muchas travesuras que le hiciesen los chiquetees, ella no se enfadaba, y solo a Morcillo le guardaba ojeriza. Y, es claro. ¡Ese granujilla de Morcillo le hacía unas jugarretas tan feas!

¡Eran tan crueles sus invenciones después de beber!

¿A que no imagináis lo que se lo ocurrió un día? ¡Hacerle subir allí arriba de la torre, a lo más alto! Y no creáis que es mentira lo que cuento; todo el Lugar la vio, figuraros el terror de aquella burra, cuando después de dar vueltas dos horas a ciegas por la escalera de caracol y haber subido no sé cuántos peldaños, se encontró de pronto todo el lugar y a más de tropecientos metros de altura viendo las casas como avellanas, a las gentes como hormigas… ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué susto! Del grito que soltó, temblaron todas las vidrieras de la iglesia.

-¿Qué ocurre?  ¿Qué sucede? –exclamó el cura, asomándose a la puerta  principal.

El gitano Morcillo estaba ya en la plaza, fingiendo que lloraba.

-¡Ah, gran padre santo, qué pasa!¬¬-- Pues pasa que la borrica de su santidad…¡Dios mío! ¿Qué será de mí?...Pues pasa que la burra de su santidad…,¡se ha encaramado al campanario!...

-Pero, ¿ella sola?

-Sí, señor, excelso padre santo, ella sola…¡Mire, allá arriba! …¿Ve su beatitud la punta de las orejas asomando? Parecen dos golondrinas. 

-¡Miserable! —exclamó el pobre cura alzando los ojos.-- ¿Es que se ha vuelto loca? ¡Pero si se va a matar! ¿Quieres bajarte, desventurada?

Lo que ella no hubiese deseado otra cosa sino bajarse… Pero ¿por dónde? Por las escaleras, no había ni que pensarlo, a esas alturas se sube, pero en la bajada hay peligro de romperse la crisma cien veces… Y la pobre burra desconsolada, y dando vueltas por la plataforma con los ojazos llegándole a las orejas presa del vértigo, pensaba en el gitanillo Morcillo.

-¡Ah, miserable, si de esta me salvo,…, menuda coz te suelto mañana temprano!

Con este propósito de la coz, hacía de tripas corazón, sin eso, no hubiera podido mantenerse en pie… Al final se pudo conseguir bajarla de allí arriba, pero no costó poco que digamos.

A la infeliz bestia no le fue posible dormir en toda la noche. Parecíale que daba vueltas constantemente por aquella maldita plataforma, siendo el  hazmerreír de lugar que llenaba la plaza. Luego, pensaba en ese infame Morcillo y en la  coz con que iba a obsequiar al día siguiente.

Pues bien, mientras en la cuadra le preparaba ese recibimiento, ?sabéis lo que hacía el truhan del gitano Morcillo? Se encaminaba a Cuenca para ponerse a las órdenes del obispo recomendado por el cura. Quiso a toda costa recompensarlo por los cuidados de la borrica y por la actividad que acababa de desplegar durante la empresa de salvamiento.

¡Valiente chasco se llevó la borrica al día siguiente!

-¡Ah, bandido, algo se ha olido él! —pensaba, mientras sacudía con furia sus cascabeles--. Pero es lo mismo, ¡Cuando vuelvas te encontrarás con tu coz… te la guardo!…

Y se la guardó.




Pasados los diez años el gitanillo volvió al lugar, cuando se enteró que el sacristán estaba a punto de morir y quería ocupar ese puesto.

Cuando se presentó ante el cura a este le costó reconocerlo, tanto era los que había crecido y engruesado. Preciso es también  decir que por parte del cura se había hecho viejo y no veía bien sin las gafas. El gitano Morcillo no se amilanó.

-¡Cómo! ¡Excelso padre santo! ¿Ya no me conoce su beatitud?... Soy yo, Morcillo.

-Sí, ya sabe… el que servía el vino manchego a la burra.

-¡Ah! Sí…, sí…ya me recuerdo… ¿Guapo mozo, el gitanillo Morcillo…Y ahora ¿qué pretendes?-- ¡Ser el sacristán de este Lugar!-- le contestó.. .--¡Pero si eres muy joven! Pues… ¿cuántos años tienes?

-Veinte años y dos meses, ilustre pontífice, cinco años justos más que la burra de su santidad…¡Ah, bendita de Dios la valiente bestia!...¡Si supiese su beatitud cuánto amaba yo a aquella burra! ¡Y con qué sentimiento me acordaba de ella en Cuenca!... ¿Me permitirá su santidad que la visite?

-Si, hijo mío, la visitarás – dijo el bueno del cura emocionado.-- Y puesto que tanto amas a ese bendito animal, no permitiré que vivas lejos de ella. Desde este día quedas afecto a mi persona en calidad de sacristán… Vuelve mañana que es San Antón, y te impondré la insignia de tu beneficio delante del todo el Lugar, y luego me ayudarás a bendecir a todos los animales…, y verás la burra, y vendrás a la viña con nosotros dos…  ¿Eh? ¡Jajá! ¡Anda vete!...

No es necesario decir lo satisfecho que se iría el gitanillo Morcillo al salir de la casa del cura, y con qué impaciencia aguardó la ceremonia del siguiente día; pero mucho más satisfecha e impaciente que el bribón estaba la burra. Desde el regreso del gitanito Morcillo hasta las víspera del siguiente día, la vengativa bestia no cesó de atiborrarse de de cebada y cocear la pared con los cascos de atrás. También el animal hacía sus preparativos para la ceremonia.

Llegó el día, y por entre capillas apareció el gitanillo Morcillo en medio de toda la plaza mostrando su empaque y su buen talante produciendo un murmullo de admiración. Era el sacristán más guapo que se había conocido, rubio, con largos cabellos rizados y una barbita corta que se asemejaba a un ángel que se había escapado del cuadro de la iglesia.

De bote en bote estaba la plaza, llena de animales dispuestos a recibir la bendición del cura.

Justo antes de subir los tres peldaños que dan acceso a la puerta de la iglesia  estaba la burra, enjaezada y dispuesta a partir para la viña… Al pasar cerca de ella, sonriente satisfecho el gitanillo Morcillo se detuvo para darle dos o tres golpecitos en la grupa. La burra miró con el rabillo del ojo sin que el cura la observara. La ocasión era propicia… La burra tomó impulso…

-¡Toma, allá que te va, bandido! ¡Diez años hacía que te la guardaba!

Y le soltó una coz tan grande, tan certera, que en la catedral de Cuenca llegaron las hebillas de sus zapatos. ¡Eso fue todo lo que del infortunado gitanillo Morcillo se pudo recuperar!

Pocas veces son las coces de una burra tan fulminantes. Pero aquella era una burra del cura de Las Pedroñeras. ¡Y además, figuraos que hacía nada más y nada menos que diez años que se la guardaba!

No hay ejemplo de odios eclesiásticos semejantes al mencionado".


Las dos criaturas escucharon sin rechistar en toda la historia viviéndola como si estuviera pasando, o fuese a pasar.

 Les dijo el hermano Juanantes:

-Gracias, hermosones, por la ayuda. Arrear pa vuestras casas, que ya es tarde. 

Y les tocó la cabeza a los dos con sumo cariño, sabedor de que un día se acordarían de EL CURA DE LA BURRA.


Momento en una carrera de San Antón en 1957
Fotografía publicada en Guía secreta  de Las Pedroñeras 2. Las tradiciones.



(CHASCARRILLO)

Los rencores acumulados si se

les da rienda suelta de golpe.

Puede no ser bueno,

puede que no sea noble.


Si eres feliz a expensas de la felicidad de otro,

estás atado para siempre.

BUDA

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