A GUARDAR MELONES (capítulo 23º de Felipón con Lucero... y unos gitanillos que por allí pasaron) | Las Pedroñeras

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martes, 23 de noviembre de 2021

A GUARDAR MELONES (capítulo 23º de Felipón con Lucero... y unos gitanillos que por allí pasaron)

Son los años cincuenta y Felipón tiene diez años y un cuerpo de dieciocho.


por Vicente Sotos Parra



Ese año sabedor Raimundo de lo de otros años le dijo a Felipón: "¡Hermosón, este año te vas todos los días a guardar los melones!" Y eso hizo durante dos meses todos los días con el borriquillo Lucero a las cinco de la mañana, albarda, aguaderas, en una parte la hortera y dos panes, y en la otra, el cantarete de agua.

El melonar estaba en la carretera de Las Mesas pasando la huerta el Feo y antes de llegar a la Puente Campos, siendo este el paso de mucha gente. La choza estaba montada en medio del segundo hilo del melonar, cerca de la carretera, de forma que se pudiera ver al chiquete, y sirviese  para que los amigos de lo ajeno sintiesen la presencia del muchacho. La choza estaba montada en tipo barraca valenciana; para esto Raimundo era un artista. Encarada al sur, sureste, de forma que una vez dentro con levantar uno de su laterales el aire corría haciendo más llevadera su estancia.

Llegando al melonar antes que despuntase el sol, dejaba a Lucero en el rastrojo de un lado del melonar, para que este se entretuviese en la linde hasta que llegara la hora de llevarlo para que abrevara en la Puente Campos. Lucero hacía de vigilante tanto o más que el chiquete ya que no se le escapaba burra que pasaba por la carretera no le diera unos buenos rebuznos, puniendo en guardia a los dueños del peligro de que se escapase para montarla. Al mismo tiempo, Felipón salía de la choza y de esta forma su presencia les hacia desistir de coger lo que no les pertenecía. Ríete tú de las alarmas de hoy en día, sin luz, sin conexión ni cuota mensual. ¡Además que el instinto animal no falla nunca!

A si pasaron los primeros tres semanas y los melones empezaban su maduración natural sin que faltase uno solo.



El primer incidente ocurrió cuando llevaban cinco semanas Lucero y Felipón en el melonar. Pasó uno que era amigo de lo ajeno, tenía la sana costumbre de coger un par de melones en la ida, y otros dos para la vuelta, con un carro con dos borriquillas tirando de él en riata que no paraban, ya que este amigo de lo ajeno subido en la lanza del carro cogiendo los melones volvía otra vez a la lanza dejándolos en la espuerta de la pastura para que así no fuesen golpeándose por el carro.

Ese día Felipón se encontraba en una punta del melonar quitando las malas hierbas no percatándose de que lo que hacía el amigo de lo ajeno. Quiso este buen hombre adentrase hasta el tercer banco, pues al parecer tenía entre ceja y ceja un melón de piel de sapo de unos seis kilos justo en la mata que pegaba al rastrojo donde se encontraba Lucero: este que levanta la cabeza y deslumbra a las dos borriquillas, en un abrir y cerrar de ojos, con los cables cruzados soltándose del ramal y rebuznando como loco se fue cara a ellas.




Estas, temiéndose lo peor, sin que nadie las arreara, comenzaron a trotar alegremente a cuatro patas. Allí  tenemos a las borriquillas trotando, Lucero tras ellas, el amigo de lo ajeno con el melón, y por último a Felipón, que se puso a la altura diciéndole: "¡Hermano, este melón se lo lleva usted a cambio de que no coja más!" Justo antes de llegar al camino que lleva al Taray, los tres animales agotados y sin ganas de ver lugares, pararon para hacer una pausa.

La segunda incidencia fue cuando al paso de unos zíngaros (léase gitanos), [pueblo este nómada originario de Egipto o India que ha conservado rasgos físicos y culturales propios. Los gitanos tienen el pelo y la piel oscuros. El pueblo gitano es etnia de origen nómada que llegó a Persia en el siglo III procedente de la India. Su idioma es el caló].

En aquellos tiempos recorrían la España de blanco y negro con sus carros con un toldo, sirviéndoles este habitáculo de vivienda. Faltándoles de todo y no sobrándoles nada, solían acampar en las afueras de los pueblos. Unos apañaban lebrillos, a la voz de "¡lañaoor y paragüerooo!"; otros montaban el número con los animales, en este caso con una cabra que subía a la pata de una silla mientras le acompañaba el ruido de un mísero tambor  para que saliesen las gentes a ver el número del animal. Y una vez que reunían a la gente curiosa, pasaban un sombrero o plato de porcelana lleno de golpes y poco limpio.

Aquel día se desplazaban al pueblo de Las Mesas la familia que estaba compuesta de un matrimonio y seis hijos el mayor de ocho años y los dos más pequeños de un año y meses el pequeño. Siendo las tres de la tarde  con una temperatura de cuarenta grados. Pero aquellos churumbeles parecían de otro mundo, vestían haraposamente, los mocos y el tizne se perpetuaban en manos y caras lo que hacía que su piel se ennegreciese aún más. A viveza no les ganaba nadie, que en un abrir y cerrar de ojos te encontrabas con las borricas sin herraduras.



Después de pasar la huerta el Feo llegaron al melonar de Raimundo. Se me olvidaba decir que en la parte trasera del carro, con una tomiza, la cabra los seguía sin que el animal pusiese impedimento.

Cuando  a la altura del melonar la borriquilla se paró, saltando cuatro churumbeles como si el carro estuviese ardiendo, el mayor tendió una manta en el suelo para de esta forma ir dejando los melones que luego subirían al carro. No contaron con la alarma olfativa de Lucero que empezó con sus rebuznos siendo esta la alarma lo que hizo que se despertase Felipón, que se encontraba traspuesto.  Los rebuznos del animal pusieron en guardia a la borrica, que dejó de tener moscas en el hocico tirando del carro, dejando a toda la familia. Se escuchaba decir. Soooo... buuurraaaa... Soooo..., pero esta pareciera sorda. El mayor de los churumbeles, corriendo junto a los cuatro hermanos más pequeños, la madre con los dos más pequeños en los ijares  y en último lugar el padre poco acostumbrado a correr si no era delante de la Guardia Civil  ya que el peso de su cuerpo y sus cortas piernas no le dejaban de correr.

Allí  se quedó la manta con los melones, hasta Las Mesas llegaron … la borrica, la cabra, y del más grande al más pequeño, cagándose en la madre que parió a Lucero.

Estos tampoco ese año melones del campo de Raimundo no comieron.

(CHASCARRILLO)

Gracias a Lucero,

gracias a Felipón,

ese año melones,

hasta Navidad no les faltó.

 

Los avisos de Lucero,

al ver pasar la burras.

los amigos de lo ajeno,

ese año melones no comieron.

 

Por muy elevado que la fortuna haya puesto a un hombre, siempre necesitará un amigo.

(Seneca)




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