UNA MUJER DE SU TIEMPO (relato de Enrique Guijarro) | Las Pedroñeras

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martes, 27 de abril de 2021

UNA MUJER DE SU TIEMPO (relato de Enrique Guijarro)

 



Una mujer de su tiempo

por Enrique Guijarro

Cuando reparé en aquella fotografía, ajada por el paso del tiempo, nunca pude imaginar la cantidad de recuerdos, vivencias e incluso sensaciones físicas que me iba a producir. Una mirada de mujer inundaba todo el espacio. Hermosa. Unos ojos grandes y luminosos anunciaban una inteligencia poco común, esclarecida y limpia. El óvalo de la cara, solo interrumpido por un mínimo sombrero que se compró para amadrinar una boda por poderes, denotaba serenidad, en un marco de formas que evocaban una belleza renacentista. Pero, toda esa serenidad escondía, era evidente, un sobresalto nunca confesado.


Su nacimiento, en un pueblo manchego, coincidió con una época de grandes cambios. A los catorce años leía con deleite a los clásicos, y a los dieciocho dirigió una asociación de teatro. En aquel lugar conocieron, gracias a ella, de primera mano, obras estrenadas poco tiempo antes, y autores de moda en el mundo: Lorca, Camus, Chejov...Teatro comprometido, cuando menos, con la gente y con su tiempo. Aquello, aquella generosidad, le costó algún que otro paseo por las calles de su pueblo, tocada con el escaso pelo que le dejaron los arrogantes ganadores de una guerra. 

Se casó y emigró a Madrid. Allí se encontró con una ciudad sin ciudadanos, sin las más mínimas condiciones para que sus habitantes pudieran presumir de esa categoría. Clamores individuales y silencios colectivos le entraban por su ventana en aquel Madrid de finales de los cuarenta. Pero, a pesar de todo, aquella ciudad le dio, además de reforzar su valor como persona, la oportunidad de conocer los obstáculos, algunos invencibles, que le iban a  impedir llegar a alcanzar lo que quería. Una segunda emigración, esta vez la de su compañero, le llevó a tomar decisiones que condicionarían su futuro. Se negó a asumir, por llamarles algo, las leyes españolas que le obligaban a pedir permiso a su marido para viajar y poder reunirse con él. No aceptó la idea de cubrir las necesidades a costa de dejar atrás sus convicciones, su dignidad, y no se fue. 


Pero aquella mujer escondía un  secreto que se le notó en los ojos a lo largo de toda su vida. La mujer de la fotografía era la misma que la que aparecía, en segundo plano, junto a la famosa pareja de Doisneau, cerca del Ayuntamiento de París. El descubrimiento fue violento. La reconocí muchos años después de publicarse, en plena polémica por su supuesto montaje. Sin duda era ella. Pero ¿qué hacía en París cinco años después de la liberación? Si la pareja era consciente de ser fotografiada, ella, no. Ella no estaba allí para eso, ni siquiera quería que la captaran. Nunca habló de aquello, hasta que hace años le pregunté. La tensión se apoderó de su rostro siempre sereno, pero me contestó. Debió decidir que ya era tiempo para desvelar, al menos a mí, unas circunstancias, un recuerdo triste que se remontaba a muchos años atrás: unas personas, desconocidas para ella, llegaron al pueblo para hablar con su padre. Con gran secreto, y algún que otro detalle, desvelaron que su hermano, supuestamente desaparecido en el frente de Castellón, vivía, por circunstancias largas de referir, en París, con una nueva identidad. Su padre, antes de morir, le pidió que hiciera algo y, aprovechando la gratuidad de los pases de favor para el tren que le daban a su marido, organizó una escapada a la Ciudad de la Luz. Penetró en el barrio del Marais. Detrás de la plaza de los Bosgos, en un pequeño inmueble, vivía el «desaparecido». En la escalera, la tentación de dar marcha atrás fue inmediata, pero ya era demasiado tarde.  Solo su padre y ella conocieron la verdad, mientras que los secretos de familia siguieron inundando la historia. Aquella tarde hablaron. Mucho. Más de lo que la prudencia parental aconsejaba. Aguantó el tipo sin resquebrajarse. ¿Merecía la pena? Saber, sí; asumir, no; pero lo primero era más fuerte: la amargura de las noches en blanco, esperando noticias, había desaparecido.

¿Qué le impulsó a entrar en el vientre del mundo? ¿Su hermano? ¿La verdad  sobre su “desaparición”? ¿El porqué de su silencio? Con toda seguridad descubrió todo aquello, pero nunca contó nada. Cuando volvió era otra. Su, hasta entonces, insobornable confianza en la persona humana se había agrietado. Su concepto de familia extensa se quedó por el camino de vuelta. Probablemente no tuvo más remedio que concluir que el mundo era así. Aquella mujer a la que se le desgastaron los dedales de tanta costura, que, por dignidad, renunció a su derecho a vivir en un país libre, abdicó a entender durante más de la mitad de su vida. Aquella mujer que tanto guardó, y que nunca acaparó para ella, lo hizo para enseñar a vivir lo que a ella le negaron. Y le negaron mucho. 

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