VIAJE AL INTERIOR - Pedroñeras: de La India... al mundo (del próximo libro de Saturio Ballesteros) | Las Pedroñeras

viernes, 15 de noviembre de 2024

VIAJE AL INTERIOR - Pedroñeras: de La India... al mundo (del próximo libro de Saturio Ballesteros)

 


por Saturio Ballesteros


                           En recuerdo de León Iniesta, ciudadano de Las Pedroñeras, de la India ...y del mundo.


Cap. 21: Viaje al interior

[..] una vez que llegaron al Cortijo , Crespo, el Guarda Mayor, les aguardaba al pie 

de  la vieja casa, la misma que abandonaron cinco años atrás, [.] 

y, poco más allá, dando órdenes, andaba don Pedro, el Périto, y buenas noches, Don Pedro, 

aquí estamos de nuevo para lo que guste mandar, 

buenas noches nos dé Dios, Paco, ¿sin novedad en la Raya?

Y Paco,

Sin novedad, Don Pedro,

y, conforme descargaban, don Pedro les iba siguiendo del carro a la puerta y de la puerta al carro,

digo, Regula, que tu habrás de atender al portón, como antaño, y quitar la tranca así que sientas el coche, que ya te sabes que ni la Señora, ni el señorito Iván avisan y no les gusta esperar,

y la Régula

a mandar, don Pedro, para eso estamos .[.]

así que ella[..] acudía presurosa a la llamada del claxon, a descorrer el cerrojo del portón, sin lavarse las manos siquiera y, en estos casos, la Señora Marquesa, tan pronto descendía del coche, fruncía la nariz, [.] y decía,

esos aseladeros, Régula, pon cuidado, es muy desagradable este olor, o algo por el estilo, pero de buenas maneras, sin faltar, y ella, la Régula, avergonzada, escondía las manos bajo el mandil y, sí, Señora, a mandar,  para eso estamos,

y la Señora recorría lentamente el pequeño jardín, los rincones de la corralada con mirada inquisitiva y, al terminar, subía a la Casa Grande, e iba llamando a todos a la Sala del Espejo, uno por uno,  empezando por don Pedro, el Périto, y terminando por Ceferino, el Porquero, todos, y a cada cual le preguntaba por su quehacer y por su problemas y, al despedirse, les sonreía con una sonrisa amarilla, distante, les entregaba en mano una reluciente moneda de diez duros,

toma para que celebréis en casa mi visita, menos a don Pedro, el Périto, naturalmente , que don Pedro, el Périto, era como de la familia, y ellos salían más contentos que unas pascuas,

la Señora es buena para los pobres decían contemplando la moneda en la palma de la mano.



Escenas así, como estas, descritas por Miguel Delibes en su novela de 1981[1] "Los Santos Inocentes” resumen la densa atmósfera en que se desenvolvían las relaciones de clase, ya en los  años 60.

Siempre dentro de la debida distancia entre pobres y ricos, amos (“señoritos”) y criados, las situaciones llegaban a alcanzar niveles extremos de tensión, dominio y humillación, sobre todo en condiciones materiales de prolongado aislamiento social  y penuria, en el caso de los sirvientes, y en. el de todos aquellos que tenían su  vida amputada,  sin más horizonte que el que les deparaba  sobrevivir  pegados a la tierra en una heredad, cortijo o finca del latifundio.

Mi infancia y adolescencia en el pueblo, me ofrecería la posibilidad de conocer, de primera mano, momentos o anécdotas que refieren a la particular manera en que cada uno de los grupos mencionados se bandeaba en su  propia realidad y ante las dificultades.

Por lo general, los señores tan sólo se relacionaban entre sí y, a veces, ni aun eso. Solo aparecían en momentos puntuales como la misa del domingo, en el caso de que estuvieran pasando una temporada en sus casas de campo, recluyéndose en ellas acto seguido, dejando tras su fugaz contacto una estela de silencio, respeto adusto y desconfianza, por largo tiempo fomentada entre la generalidad de los  lugareños.

Excepción hecha, era la de sus propios criados, aquellos contratados con entera dedicación en sus casas y campos, elevados ya algunos de ellos al rango superior de mayorales, capataces y encargados.

En el término municipal estaban incluidas un buen número de estas fincas que, en algún caso, fueron pasando desde aquellos los antiguos y rancios, a nuevos propietarios, en ocasiones, algo más liberales y cercanos. para con nosotros  “los del lugar” [2].

Este fue el caso, por citar uno, de la denominada “La Encomienda”, una de las heredades más conocidas, notable por su extensión, que pasó a la propiedad de “Chicuelo II”, torero con raíces en esta zona de la Mancha, y persona de un origen muy humilde.

Al morir éste, prematuramente, en accidente de aviación, la prensa de la época decía de él : "antes que otra cosa, perseguía el bienestar de su madre y de sus hermanos, a los que con su esfuerzo había redimido de la pobreza y el desamparo”.

Chicuelo celebraba corridas junto con otros amigos de su profesión en la muy cercana plaza de toros de Belmonte, por aquel entonces más un monumento a la arquitectura popular ([3]) que un eficiente coso taurino.

El diestro asumió la regencia de esta plaza que alquiló a sus propietarios, introduciendo una actividad  que revitalizó este tipo de festejos en la zona y en otros puntos del territorio nacional. Esto supuso para un cierto número de braceros acceder a un primer trabajo, remunerado en condiciones dignas.

Tengo entendido que,  también aquí, en esta misma propiedad, y en los momentos de mayor caciquismo político habían apuntado ya algunas de las primeras actitudes de rebeldía que llegaron a darse en la comarca, haciendo frente a las coacciones y sobornos de los señoritos que, para sí o sus correligionarios, trataban de mantener un  voto cautivo y seguro entre sus subordinados sumisos.

Pasados ya bastantes años de estas cosas, el momento en que ahora me acercaba a estas latitudes tenía poco que ver con aquellos antecedentes históricos, e incluso algunas condiciones habían cambiado también, de manera manifiesta, en lo que hace a mi persona.

Pues si en las otras veces anteriores había podido acercarme hasta aquí trasladándome por favor, debido a alguna persona afín, esta vez me veía viajando solo y conduciendo mi propio vehículo.

Bien es verdad que un vehículo situado en el nivel más inferior, en cuanto a potencia, tamaño y confort, de los que componían el corto número de la gama ofrecida en aquel entonces, en nuestro país, por  la Sociedad Española de Automóviles de Turismo.

Hay que destacar, además, que éste constituía, al efecto, un ”tercera mano”, pues desde su primer dueño, había pasado a poder de una prima mía y de ésta, finalmente, a mi propiedad.

Pero, sobre todo, lo que había cambiado, también, era  mi autonomía personal para poder decidir sobre mi tiempo.

Puesto que era verano y estaba yo libre de cualquier ocupación en Madrid esto me permitía evadirme de las rutinas y de los horarios habituales, aventurarme en espacios desusados y así  poder buscar lugares remotos, para perderme y reflexionar.

Añoré Belmonte y Villaescusa, pagos hacia los que he profesado siempre una honda querencia y me fui para allá.



Las carreteras, denominadas regionales o comarcales no disfrutaban esos años de un mantenimiento  remarcable. Ello, creo, redundaba en la disminución de su uso de modo que, a medida que nos alejábamos por La Alberca y Santa María en dirección a mi indeterminado destino, el silencio más solemne y la ausencia de seres humanos se me  hicieron ya manifiestos.

Avancé carretera adelante, aferrado al volante, invadido de una especie de sonambulismo, de modo que hasta que no tuve delante, a izquierda y derecha del firme, la orgullosa hilera de los chopos de la ribera del Záncara no fui consciente de que habíamos  llegado ya a la puente.

Uno de los puntos más emblemáticos e ineludibles de la ruta.




Simultáneamente, paré mientes en el momento en que pocos años atrás, algunos kilómetros más por delante, precisamente, habíamos iniciado en grupo y en bicicleta, una andadura cuya crónica redacté y titulé: “Con  olor a tierra seca y por la ruta del Záncara” (AQUÍ podéis leerla).

De los participantes, nadie mostró, entonces, el menor interés en investigar los méritos que nos pudiera ofrecer una finca esteparia como “La Encomienda” y se relegó su posible visita.

Sin embargo yo, siempre a la contra, me había quedado con las ganas, con el deseo de obtener respuestas para las preguntas que, de forma reiterativa asediaban mi curiosidad (¿Cómo sería el vivir allí , sus angustias?) (¿Qué sentían aquellas gentes de entonces en estas soledades?)

Y fue pensado y hecho: Acamparía en “la casita del puente”, una pequeña construcción habilitada para  cobijo de los guardas rurales, en la parte superior de cierta pequeña elevación junto al río.

Me encontraría a un tiro de piedra, equidistante, entre las dos civilizaciones de la actualidad: la de los propietarios y criados, establecidos todos en torno a la casa central, y las propias ya del primer núcleo urbano, casi una aldea, que estaba a punto de alcanzar, cuando me detuve: Rada de Haro

Llevaba yo provisión suficiente como para pasar dos o tres días, tras los que podría luego proseguir mi camino hacia destinos más ilustres. Lo cual me afirmaba más en mi idea de quedarme.

Agua no me habría de faltar y el tiempo era estable aunque tórrido, con un sol cayendo a plomo, todo el día, y un cielo brillante, pleno de luz en las mañanas.

Como detalle de sibarita (con mínimos recursos), incluso iba yo provisto  de un reproductor de casetes de la marca SANYO, de los que tanto se habían popularizado entonces y que, generalmente, se adquirían a los precios más bajos del mercado en las tiendas de Decomisos de la calle Mayor, donde yo también lo había comprado.

De un único altavoz, se encargaba (hasta cierto punto) de hacer revivir los sonidos de música barroca contenidos en mi colección de clásicos, que también yo había trasladado.

Dado que el  sendero que subía hasta la casa –un simple camino de cabras- no garantizaba el ascenso de mi auto, decidí dejarlo aparcado en el lugar más plano que me fue posible y cargué con mis cosas hasta arriba, aunque pesaran lo suyo.

Y tuve mucha suerte, pues una vez puesto mi hato ante la puerta, el acceso hubiera resultado poco menos que imposible si, de manera más o menos providencial, no me hubiera dado cuenta del estado de deterioro que presentaban sus ventanas.

Este era el caso, sobre todo, de aquella que, debido a su  orientación, se veía sometida a lo más crudos hielos  y fríos del invierno y  las más altas  temperaturas y  rigurosos ardores del verano.

Descuadrada, hinchada, con una de sus hojas a punto de abrirse por sí sola, requirió ya, tan solo un pequeño y contundente empujón y luego trepar sobre el alféizar, para permitir mi entrada sin más problemas.

Una vez dentro me fue bastante más fácil  conseguir la apertura de la puerta principal, por donde introduje todo lo que me había traído del coche.

Sin embargo, el espacio interior se mostró sumamente reducido: una sala central en una de cuyas paredes se mostraba  una bien trazada chimenea, que la ocupaba casi por completo.

Al fondo una puerta que daba acceso a un corralito con el suelo cubierto de maleza y altos cardos. (Entrecerré los ojos y pude ver las gallinas y hasta al perro).

Ni un solo mueble donde sentarse o encontrar apoyo.

Me empecé a resentír del esfuerzo realizado; me encontraba cansado e impotente, con dolor en los miembros y en  todo mi cuerpo .

Aquel calor estival resecaba mi piel y mi gaznate, inundando mi nariz con la sequedad del polvo ambiente, pese a la cercanía de los humedales del río.

Gotas de sudor resbalaban por mi frente y mis mejillas. Los párpados se me volvían pesados y cada vez se me presentó con más urgencia la necesidad de un inmediato reposo, con olvido absoluto de todas mis realidades circundantes.

Así que me tendí directamente sobre el suelo, único elemento fresco del lugar. Las piernas, mis rodillas, crujieron en una brusca e inmediata liberación que mi completa relajación  les facilitaba.

Pronto me quedé completamente dormido, sumido en la paz de aquel silencio de plomo.

Y así permanecí muchas horas.

Cuando volví a mi consciencia encontré que el sueño había  sido extremadamente profundo y reparador: hacía mucho tiempo que no descansaba así de bien. 

Me sentía ligero y como liberado de un peso enorme.

Y, sin embargo, mi descanso se había visto asaltado, avasallado, por una peculiar actividad onírica expresiva en sus contenidos e imaginería.

En el sueño se me mostraba en todas sus verdaderas características físicas y voz enteramente reconocible mi buen amigo León, del pueblo.

Descalzo, ataviado con la escueta sábana de Gandhi, pero sin las gafitas y enmarcada su cara por los rubios tirabuzones que se había dejado crecer últimamente, hasta que alcanzaron su cintura y que proyectaban  reflejos dorados con aquel sol.

Primero me habló de la casa que dijo ser suya, o más exactamente de su padre, ya que los dueños actuales de la finca se la habían regalado por sus servicios, algo que dijo haberme contado otra vez, y que yo debería haber tenido en cuenta para poder entrar, usando las llaves de forma civilizada.

Añadió que para él constituía un lugar muy querido, que en su momento  había visitado mucho, por sus particulares características  facilitadoras del aislamiento y la concentración.

En ella había llevado a cabo sus ayunos y tenido  los primeros pasos en el conocimiento y práctica de la filosofía hindú, que era la que orientaba su vida en la actualidad de manera completa.

Me reveló después que, ahora, se encontraba en la India, lugar que él frecuentaba corrientemente una o dos veces al año con el fin de surtirse de objetos de adorno, embellecimiento y cuidado personal, bibelots, chucherías diversas y algunas sustancias inhalantes. También libros de santidad, iniciación y tránsito espiritual que almacenaba luego apilados en las estanterías,  y ponía a la venta en su tienda de Formentera al abrigo de las Islas Baleares.

Que allí me esperaba  para cuando yo me decidiera a visitarle, cualquier día a cualquier hora.

Y que, sobre todo, no me descuidara en cerrar bien la casa a la hora de abandonarla.

Así lo hice, transcurridos dos días más, según tenía previsto, sin olvidar sus recomendaciones.

Continué recibiendo el benéfico influjo que me producía aquel sueño profundísimo, imposible de parangonar al de otro lugar cualquiera, degustando el no menos profundo silencio total cernido sobre aquellas tierras planas y uniformes. Un silencio que solo se rompía con el sonido similar al de un cristal que se rasga, de los chirriantes pájaros de la ribera.

O cuando, a propio intento y como un reto, lanzaba yo al viento y por obra de mi reproductor, una música que se expandía, sin el menor respeto, contra la inmensa calma y el sentimiento de íntima soledad omnipresente, inundándolo de arpegios de clavecín.

Pero como tantas otras cosas en mi vida, con su mejores y  peores partes, mi tiempo se acercaba a su fin: Había llegado la hora de mi regreso.



Otra vez en ruta, sólo me detuve, breve, en Rada de Haro, un lugar minúsculo, hueco y, por supuesto, vacío de personas. como ya dije.

Sólo múltiples casas blanquísimamente encaladas, incluyendo sus mojones de piedra, como guardas del quicio, ante sus puertas .

Sin nadie que ofreciera un aliento humano. (Y ellos… ¿qué es lo que había sido de ellos? ¿A dónde habían ido aquellos seres melancólicos, pausados, que yo recordaba haciendo compañía a sus animales?)

Silencio, ausencia y dolorosa soledad. Esto es todo lo que  han alcanzado a dejar.

Múltiples rótulos que nos dicen: Se vende. Vendo, (¿no me compra?).

Creo que algunos vuelven, como yo, una vez al año, a asomarse un poco a su pasado. Fugaz y solitariamente.

Pasé muy cercanamente a Belmonte: "hijo primogénito de un hidalgo acomodado Fray Luis de León

(nació) [.]en un pueblo de cierta importancia: Belmonte, en la provincia de Cuenca”[5]

[.] ”Hay en Fray Luis, a pesar de su vida combativa e inquieta, una tendencia innata a la paz de Dios, un perenne descubrimiento de vacíos en todas las cosas, cuando están sin su luz.[.] A los 14 años todo ese bagaje interior, espiritual, místico debió de brotar con el ímpetu suficiente para llevarle  a un convento: allí estaba Dios y su voz le llamaba” [6]


No me detuve ya ni en Villaescusa ni en Belmonte. Menos aún lo hice en La Mota del Cuervo, donde mi tío estaba de cura Párroco desde hacía muchos años y yo tenía algún que otro amigo hecho: No quería yo que se tuviera que avergonzar ante sus “pudientes” amistades de que su sobrino, graduado universitario, estuviera sobreviviendo por tercer año con la exigua remuneración de una beca y se mostrara conduciendo un “seiscientos” de tercera mano.

Todo por haberme empeñado en cursar en contra de sus consejos, unos estudios que él ya veía que no eran prácticos. desde el principio.

Al marcharme, a la sombra crepuscular  de mi buen amigo León, me vinieron al recuerdo los conceptos de J. Cowper Powys, adquiridos en un curso del pasado otoño, sobre “Las fortalezas del yo”.

Elementalismo es el término que Powys usa para describir su propia filosofía de la soledad. Ve la simplicidad del pensamiento y el deseo, como la clave para el auto-control y la comprensión.

Tal elementalismo está basado en la soledad que se evoca a través del autoconocimiento, la cual permite a la persona llevar a cabo y definir una vida para sí mismo basada no en el tiempo y ritmo de la multitud  y la tecnología, sino en la inexpresada sabiduría que surge de la soledad por sí misma.

En 1998  Ajahn Diravamsa  escribió:

“A aquellas personas que no se hayan embarcado todavía en el camino espiritual o no hayan empezado el trabajo de crecimiento, estas experiencias motivadoras e  insights profundos obtenidos mediante la inteligencia y la realización de esfuerzos humanos sencillos, pueden llegar a ser un catalizador, es decir, un agente que facilite el cambio, de modo que pongan en marcha el viaje interno de descubrimiento a través del proceso de la consciencia, conocido en budismo como meditación de la visión interior (Vipassana).[7]      


NOTAS:

[1] Delibes M.”Los Santos Inocentes" Barcelona. Seix Barral (1986)

[2] Así se denominaba en lenguaje popular el municipio y sus habitantes..

[3] Era de bajísima altura, toda de tapial y sujetada del derrumbe gracias a continuas y sobrepuestas “manos” de cal.

[5] Luis Agudo, V, Temas Españoles Nº 193 “Fray Luis de León”. Madrid. Publicaciones Españolas (1955)

[6] Luis Agudo,V. Op. cit. cuando,4.

[7] Dhiravamsa-“El gran río de la consciencia” Barcelona. La Liebre de Marzo.(2004)

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