Siguiendo el ejemplo de Sostres (leer sus artículos contra el ajo), el columnista de Intereconomía Itxu Díaz despotricó el pasado 4 de enero contra nuestra liliácea más preciada. Más allá del estilo, de querer ser gracioso y resultón, me parece merecedor de vituperio el afán por ser demasiado taxativo, demasiado talibán, demasiado extremista en ese posicionamiento contra el ajo, ¿también contra le "buen uso" -medido, según gustos- del ajo? No valen excepciones, no valen justos medios ni concesiones en esta cruzada, y esto, claro, solo es síntoma de falsificación en pos de una vacua y carnavalesca retórica. ¡El buen ajo, a destajo!
Itxu Díaz, "Abajo el ajo" (4-1-2013)
El ajo debe ser expulsado, encarcelado y marginado. El ajo es la excusa con la que los restaurantes malos justifican la pésima calidad de su cocina. Cualquier cosa que sabe demasiado a ajo, no sabe lo suficiente a cosa. Y la gracia de la comida está en su sabor, desde mi punto de vista, de observador ajeno al mundo gastronómico; que si en algo se especializan a veces los escritores y periodistas no es tanto en la comida, si no en la bebida.
Comentaba hace unos días con Víctor de la Serna la interesante polémica generada por Salvador Sostres, valga la redundancia. El ajo y el bacalao al pil pil. Arden las redes sociales. Unos piden la cabeza del columnista. Otros piden la cabeza de ajo. A punto está de desatarse la Primera Guerra Mundial Gastronómica y yo tengo muy clara mi posición. No al ajo. Abajo el ajo. Muerte al ajo. Contra el ajo, a destajo.
La naturaleza tiene códigos inquebrantables. Nos envía clarísimos mensajes. En el caso del ajo, lo primero que debería hacernos reflexionar es su intenso mal olor. Después de tocar un ajo, puede usted untarse las manos con lo que quiera, que hasta que pasen doce horas espantará a los vampiros de todo el barrio. Casi todas las cosas que huelen mal no están previstas para ser ingeridas por el ser humano. El ajo es una de ellas.
Por otra parte, la mayor parte de los secretos más importantes de la vida pueden descifrarse observando el comportamiento de los pájaros. Usted sabe que las cerezas están buenas porque se las están comiendo los pájaros. Usted sabe que las peras están ricas porque las picotean con entusiasmo. Y usted sabe que el bizcocho ha salido exquisito porque los pájaros se han lanzado como locos a por sus migas. ¿Ha visto alguna vez a uno de estos pajarillos hincarle el diente a un ajo? No. Saque conclusiones.
De la misma familia que el ajo son todas aquellas especias concebidas para evitar que la comida sepa a comida. En ocasiones, como cuando soy yo el que cocina, esto supone una interesante tabla de salvación para ocultar la triste realidad. Pero una cosa es lo que yo haga en mi casa y otra muy diferente lo que debería hacer si tuviera tiempo de cocinar como Dios manda.
Asumo el chaparrón que va a desatarse entre mis queridos lectores. Lo asumo con todas sus consecuencias. Pero debo decirlo. La cebolla y las especias más agresivas no son más que signos de debilidad del cocinero. Confirmaciones de su pobre carácter. De su falta de pericia con los fogones. Me atrevo a decir que un cocinero que abusa del ajo es un mal tipo. Si en vez de cocinero fuera pintor, probablemente emborronaría el cuadro para evitar que quedara a la luz su falta de aptitud para el manejo de los pinceles. Y si fuera defensa de un equipo de fútbol, pararía el balón con las manos dentro de su propia área, provocando incesantes y repetitivos penaltis.
La naturaleza, sabia, de nuevo. Son tantos los flechazos que se han ido al garete por culpa del ajo, la cebolla, o la guindilla, que me estremezco sólo de pensarlo. Son tantos los matrimonios que pudieron ser y no fueron. Tantos los corazones rotos por tan odioso elemento de la tierra. Tantos, que no deberíamos dejar que continúe la plaga.
Me da igual que sea un ingrediente esencial en la dieta mediterránea. Me da igual la dieta mediterránea. Asumo otro chaparrón. Debemos acabar con el ajo y hacerlo ahora. Es un asunto de estado. Esto es la guerra.
Mientras yo no pueda fumar en las reuniones de trabajo, me opongo radicalmente a que el resto de la humanidad pueda acudir a estas citas con ese vaporoso aliento a ajo. Y después, cuando pueda fumar, también me opongo.
Lamento entrar en la polémica con tan escueta argumentación. Pero en la guerra hay que comportarse como en la guerra. Así que no se hable más. El ajo, al carajo.
Fuente
ÁCS
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