Pedroñeras 30 días, nº 128, junio de 2012
Dejamos en la entrega anterior al narrador de este relato visitando al señor Liborio, un rico
labrador, noble, jovial y desprendido, el cual tiene por costumbre pronunciar
constantemente “¡Benditos sean los ajos de Pedroñeras!”. Al narrador le
gustaría saber el porqué de esta
obsesión, mientras contempla un lienzo en casa de Liborio en el que este
aparece junto a un burro y unas ristras de ajos. Así que vayamos con la
Continuación...
Quedéme
absorto ante la contemplación de aquel lienzo, sin apercibirme de que la mayor
de las hijas del señor Liborio ponía café en mi taza.
-¡Vamos,
que se enfría! –me dijo el labrador, tocándome cordialmente en el hombro; luego,
señalando el lienzo que yo contemplaba con afán, añadió: -En aquella época
todos me llamaban el tío Liborio, y cuando llegaba mi santo, el único obsequio
que la escasez de mis recuerdos podía proporcionar a mi persona, era acostarme
sin cenar, si el trabajo era escaso.
-Pero
usted ¿ha sido pobre? –le pregunté imprudentemente; luego bajé la vista,
avergonzado de la inoportunidad en que había incurrido.
El
bueno del señor Liborio lanzó una carcajada; después, fijándose en mí, me
preguntó con toda formalidad:
-¿Pero
cómo? ¿Lleva usted más de un mes en X... y aun no sabe el origen de mi fortuna?
Y
mientras tomábamos el café, me hizo la siguiente relación, que yo alteraré en
la forma, aunque no en el fondo:
En
el fondo, el señor Liborio había nacido pobre, tan pobre como Job en su
estercolero.
Se
mantenía trabajando en el campo: pero esto le daba muy poco de sí, porque era
endeble y enfermizo, y resistía poco; así pues eran contados los que se valían
de él para lo que necesitaban.
Un
día se encontró en el campo un borriquillo enfermo y matalón, abandonado por
los gitanos; llevole a su casa, y le curó a fuerza de tiempo y de cuidados.
Con
aquel nuevo compañero se dedicó a llevar y traer encargos en los pueblos del
contorno, de lo que sacaba alguna mayor utilidad que antes, pero sin que le
permitiera salir de su estado casi de mendigo.
El
tío Liborio, que así era llamado entonces, solo consiguió tener un compañero
con quien compartir sus ayunos; sin embargo, el burro, más feliz que él, comí
yerba en el campo.
Pasaron
así algunos años.
Cierto
día los vecinos del pueblo creyeron que el tío Liborio se había vuelto loco, al
verle salir para Pedroñeras, con el burro cargado de ajos, que había comprado
la tarde anterior, y que se proponía vender en el mercado de aquel pueblo.
Para
explicar la estupefacción de las gentes que esto veían, y la razón con que
sospechaban del buen estado del juicio del tío Liborio, hay que advertir que
Pedroñeras y todo su extenso término, está en casi toda su extensión sembrado
de ajos, y que por sí solo abastece de este artículo a las dos provincias de
Albacete y Cuenca.
A
lo más que podía aspirar el tío Liborio era cambiar el dinero, llevando noventa
y nueve probabilidades contra ciento de pérdida.
Pero
sin que le importase un bledo, al parecer, las burlas de sus paisanos,
emprendió el camino detrás de su burro, cantando alegremente, llegando a
Pedroñeras a la caída de la tarde.
Al
día siguiente, al amanecer, se instaló en el mercado de la plaza con su carga
de ajos.
El
tiempo pasaba sin que se acercase nadie a poner precio a su mercancía.
Sin
embargo, el tío Liborio seguía canturreando entre dientes, como quien piensa
hacer un buen negocio.
Al
mediodía acertó a pasar por delante de él uno de esos buhoneros que recorren
los pueblos vendiendo mil baratijas que encalabrinan el juicio de las mozas, el
cual, fijándose en el traje de Liborio, le dijo:
-¿Usted
es de X...?
-¡Para
servir a Dios y a usted! –le contestó el otro.
-¡Pero,
hombre, viene usted a vender ajos al país que los da con más abundancia!
-¡Pché!...
a veces el hombre hace cosas que no debería hacer... si no se dejara llevar de
los sueños...
-¡Cómo
de los sueños!
-Precisamente;
figúrese usted que hace dos noches, estando en mi pueblo, soñé, como si lo
estuviera viendo, que iba a hacerme rico vendiendo ajos en Pedroñeras.
El
buhonero le interrumpió lanzando una carcajada; después dijo:
-¡Pero,
hombre, si los sueños son ficciones de la imaginación! ¡Quién hace caso de
ellos más un loco! Yo también he soñado, y más de una vez, que en el claustro
bajo el convento de San Francisco de X..., contando tres losas a la derecha,
hay enterrado un tesoro... y ya ve usted qué prisa me doy para ir a
desenterrarle.
Esto
dio ocasión a que ambos despachasen un cuartillo en la taberna; después se
separaron.
Liborio
malvendió sus ajos por lo que le quisieron dar, y enseguida emprendió el camino
de su pueblo.
Ya
no cantaba; iba preocupado con el sueño del buhonero, que podía tener alguna
relación con el suyo.
Acaso
aquel encuentro había sido providencial.
Llegó
a X... y esperó la noche, para dirigirse
sin que nadie lo viera al convento de Franciscanos, inmenso edificio en
ruinas, abandonado mucho antes de la exclaustración.
Allí
se reunían de día los muchachos del pueblo para jugar, y de noche una multitud
de aves nocturnas que asustaban a las viejas desveladas de la vecindad.
Liborio
penetró en el claustro bajo y contó tres losas a la derecha; valiéndose de una
barra de hierro y aguijoneando con su convicción profunda, levantó una de
ellas, encendió una linterna sorda, y miró en aquella negra cavidad. En el
fondo había una osamenta indudablemente de algún religioso.
Liborio
no tenía miedo, pero estaba lleno de ansiedad.
No
se veía más que el esqueleto; apartó los huesos con la mano, levantando las
destrozadas tablas de ataúd, y...
Entonces
vio brillar algo.
Era
una caja larga y estrecha con cantoneras doradas.
Liborio
dio un golpe sobre la tapa con su barra; aquella saltó en pedazos...
¡Benditos
sean los ajos de Pedroñeras!
Dentro
había un verdadero tesoro en piedras preciosas, engastadas en armaduras de
plata y oro.
...................................................
Hoy
día viven en X... los herederos del tío Liborio, que os referirán la historia
de los ajos.
No
os digo precisamente que hagáis caso de los sueños, pero conviene prestar
alguna atención a los que vengan por conducto de un buhonero.
Pedro Escamilla
[©Ángel Carrasco Sotos]
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