José Fernández Sevilla, "Molineta": El último molinero | Las Pedroñeras

sábado, 10 de marzo de 2012

José Fernández Sevilla, "Molineta": El último molinero

Fotografía tomada del libro Mapa de Las Pedroñeras.

Interesado, sobre todo, por recoger el vocabulario propio de la jerga molinera, acordé hace unos días una entrevista con José “Molineta”, por mediación de Juan Carlos Molina, su yerno. El encuentro –no puedo llamarlo de otro modo– se realizó en la casa de éste último y puedo asegurar que respondió con holgura a las expectativas que yo tenía puestas en él.


Cuando entré en la vivienda, José me esperaba en el sofá y, al verme, no tardó ni un segundo en levantarse para saludarme con cordialidad. Lo noté inquieto, pero con los ojos llenos de entusiasmo, deseoso de comenzar a hablar de ese oficio que había realizado durante tantos años, primero en la aceña o molino de agua, y luego en una fábrica moderna. Yo llevaba preparado mi cuestionario; pero pronto comprobé que la conversación se desarrollaría a salto de mata y tendría que ir de una hoja a otra para apuntar con denuedo todo el maremágnum de información que fluía de la boca de José. Nadaba el molinero como pez en el agua entre palabras que ni yo ni Juan Carlos habíamos oído jamás. Sin duda estaba en su salsa, y se le veía charlando con la alegría de la infancia, y con la vitalidad del que, recordando el pasado, se instala en el tiempo de lo eterno o de la vida plena, aquélla de la que extraemos la savia o la energía que nos hace seguir viviendo. El licor de hierbas italiano que nos sirvió Juan Carlos creo que en todo momento ayudó a ese fluir incontinente de la conversación amena. Las palabras corrían como lo hacía el agua del Záncara en aquéllos años de posguerra en los que José ayudaba a su padre y a su tío en la molienda del cereal en el molino del Concejo.

Lo que más sorprende de José son esas palabras limpias, impregnadas de la bondad del que habla de lo que le ilusiona de verdad; esas palabras precisas que revelan una memoria prodigiosa que avasalla. “La regla de planear –me dice– medía 1’30 cms. de larga y 10 x 10 de ancha”; “las piedras tenían que dar 130 vueltas por minuto para moler bien el trigo, ni una más ni una menos, y se pican cada 300 o 350 fanegas”. José me informa con exactitud del peso y de la medida de las piedras, de los tipos, de las picaduras, de las piedras francesas de Laferté (las mejores), de las alemanas fabricadas de marnesita, del temple justo que había de darles el herrero en la fragua a las macetas y picos usados para picarlas (siendo un verdadero especialista “Alvarete”, añade). En fin, José, con sus 80 años, es el informante ideal porque, sencillamente, lo sabe todo y sabe cómo comunicarlo.

Mediante un pequeño ejercicio de memoria me dice que su abuelo José ya estuvo en el molino del Concejo alrededor de 1850 junto con su primera mujer, en calidad de renteros, y fue propietario de uno de los molinos de viento que existían en el sitio que hoy en día llaman “La Molineta”, esta vez al lado de la segunda, Tomasa. De ahí viene ese apodo de familia; lo que nos lleva a deducir que el tal molino era de dos aspas, como lo eran las molinetas (a diferencia del molino, que tenía cuatro). A mí me sorprende, cuando reviso los datos del Catastro del marqués de la Ensenada (1752), que uno de los tres molinos que por estas fechas había en tal paraje, llamado por aquel entonces Los Barrancones, perteneciese a Agustín Fernández Moreno, que sin duda hubo de ser –fíjense en el apellido– un antepasado de José, aunque según él la ascendencia de su abuelo era villarrobletana.

José trabajó en el molino del Concejo (propiedad de Jareño, y en cuya casa vivían cuatro familias) entre 1939 y 1955, y posteriormente lo cogió también a renta un provenciano, Joaquín, que lo clausuró para siempre al poco tiempo. Éste fue el último molino de agua que molió en el pueblo. Unos años antes habían dejado ya de moler el del Ituelo (que llevaba Cocote) y el de las Monjas (que llevaba el hermano Pilar), unas décadas atrás el del Moral (que llevaba uno al que llamaban Latodo), y José no recuerda, por ejemplo, que el del Castillo (donde estuvieron los Huélamos, famosa familia de molineros), moliera tras la guerra. Ni que decir tiene que aquel viejo molino de viento de su abuelo lo había hecho bastante antes. Muchos recordamos aún las ruinas de aquella centenaria molineta.

La molienda estaba prohibida en esos años de racionamientos, pero el estraperlo estaba a la orden del día y los molinos harineros en España no dejaron de funcionar. Es anecdótico, nos cuenta José, que los mismos guardias civiles que venían a inspeccionar la molturación, luego llevasen a moler el grano con el que “se les untaba” al mismo molino cuyo funcionamiento –bien lo sabían ellos– estaba prohibido. Me cuenta incluso con un punto de picardía, que se percibe en el guiñar de un ojo, cómo se las ingeniaban para, cortando el cello o abrazadera que rodea la piedra, poder sacar el precinto y éste quedase así, intacto, para cuando se hubiese de colocar de nuevo tras la molienda.

Pero José nos da tantos datos, nos cuenta tantas anécdotas, que es imposible recogerlas todas en este breve escrito. Nos relata, por ejemplo, cómo una noche él y su hermano, con el terror mordiéndoles el estómago, subieron angustiados a despertar a su padre para avisarle de un sonido extraño que venía de no se sabe qué parte de la oscuridad y que parecía alma en pena más que otra cosa. El pánico se convirtió en guasa al comprobar que únicamente se trataba del cacareo ronco de una gallina clueca que, por haberse caído al río, su madre había puesto a secar junto a la lumbre. O de cómo el año 45 fue tan seco que apenas pudieron moler ni un grano, mientras que en el 49 el agua del río subió tanto que llegó hasta la ventana de arriba y tuvieron que estar ocho días sin poder bajar de la planta alta. Nos habla de los muchos peces que contenía el río en aquellos años, de los numerosos ánades, de cómo los costones chorreaban agua por doquier, de la fragancia a té que exhalaban estas hierbas de la ribera, de la captura del cangrejo autóctono con harnero, en cuyo arte eran especialistas el hermano Blasco y los “Poños”. Yo salgo de la casa, como sabrán entender, con la cabeza rebosante de imágenes y palabras (zaquilero, cárcavo, acarrazar, buje, finante, mayal, arcacubo, etc., etc.) y con el pequeño tesoro de esas notas de valor incalculable bajo el brazo.

Unos días más tarde hicimos una visita al derruido molino y José, con una agilidad que no respondía a su edad, me llevaba de aquí para allá para enseñarme todo. Sin duda, toda la información de José, así como los dibujos de las piezas y las partes del molino, dignos de un delineante ejercitado y diestro, encontrarán cabida en una obra mayor. Sirva este articulillo de primer homenaje a este pedroñero de pro, a José Fernández Sevilla “Molineta”, el último molinero.


[Este artículo se publicó por primera vez en Pedroñeras 30 Días, número 44, noviembre 2005]



©Ángel Carrasco Sotos.


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