Fotografía tomada del libro Mapa de Las Pedroñeras.
Interesado,
sobre todo, por recoger el vocabulario propio de la jerga molinera, acordé hace
unos días una entrevista con José “Molineta”, por mediación de Juan Carlos
Molina, su yerno. El encuentro –no puedo llamarlo de otro modo– se realizó en
la casa de éste último y puedo asegurar que respondió con holgura a las
expectativas que yo tenía puestas en él.
Cuando entré en la vivienda, José me
esperaba en el sofá y, al verme, no tardó ni un segundo en levantarse para
saludarme con cordialidad. Lo noté inquieto, pero con los ojos llenos de
entusiasmo, deseoso de comenzar a hablar de ese oficio que había realizado
durante tantos años, primero en la aceña o molino de agua, y luego en una
fábrica moderna. Yo llevaba preparado mi cuestionario; pero pronto comprobé que
la conversación se desarrollaría a salto de mata y tendría que ir de una hoja a
otra para apuntar con denuedo todo el maremágnum de información que fluía de la
boca de José. Nadaba el molinero como pez en el agua entre palabras que ni yo
ni Juan Carlos habíamos oído jamás. Sin duda estaba en su salsa, y se le veía
charlando con la alegría de la infancia, y con la vitalidad del que, recordando
el pasado, se instala en el tiempo de lo eterno o de la vida plena, aquélla de
la que extraemos la savia o la energía que nos hace seguir viviendo. El licor
de hierbas italiano que nos sirvió Juan Carlos creo que en todo momento ayudó a
ese fluir incontinente de la conversación amena. Las palabras corrían como lo
hacía el agua del Záncara en aquéllos años de posguerra en los que José ayudaba
a su padre y a su tío en la molienda del cereal en el molino del Concejo.
Lo
que más sorprende de José son esas palabras limpias, impregnadas de la bondad
del que habla de lo que le ilusiona de verdad; esas palabras precisas que
revelan una memoria prodigiosa que avasalla. “La regla de planear –me dice–
medía 1’30 cms. de larga y 10 x 10 de ancha”; “las piedras tenían que dar 130
vueltas por minuto para moler bien el trigo, ni una más ni una menos, y se
pican cada 300 o 350 fanegas”. José me informa con exactitud del peso y de la
medida de las piedras, de los tipos, de las picaduras, de las piedras francesas
de Laferté (las mejores), de las alemanas fabricadas de marnesita, del temple
justo que había de darles el herrero en la fragua a las macetas y picos usados
para picarlas (siendo un verdadero especialista “Alvarete”, añade). En fin,
José, con sus 80 años, es el informante ideal porque, sencillamente, lo sabe
todo y sabe cómo comunicarlo.
Mediante
un pequeño ejercicio de memoria me dice que su abuelo José ya estuvo en el
molino del Concejo alrededor de 1850 junto con su primera mujer, en calidad de
renteros, y fue propietario de uno de los molinos de viento que existían en el
sitio que hoy en día llaman “La Molineta”, esta vez al lado de la segunda,
Tomasa. De ahí viene ese apodo de familia; lo que nos lleva a deducir que el
tal molino era de dos aspas, como lo eran las molinetas (a diferencia del
molino, que tenía cuatro). A mí me sorprende, cuando reviso los datos del Catastro del marqués de la Ensenada
(1752), que uno de los tres molinos que por estas fechas había en tal paraje,
llamado por aquel entonces Los Barrancones, perteneciese a Agustín Fernández
Moreno, que sin duda hubo de ser –fíjense en el apellido– un antepasado de
José, aunque según él la ascendencia de su abuelo era villarrobletana.
José
trabajó en el molino del Concejo (propiedad de Jareño, y en cuya casa vivían
cuatro familias) entre 1939 y 1955, y posteriormente lo cogió también a renta
un provenciano, Joaquín, que lo clausuró para siempre al poco tiempo. Éste fue
el último molino de agua que molió en el pueblo. Unos años antes habían dejado
ya de moler el del Ituelo (que llevaba Cocote) y el de las Monjas (que llevaba
el hermano Pilar), unas décadas atrás el del Moral (que llevaba uno al que
llamaban Latodo), y José no recuerda, por ejemplo, que el del Castillo (donde
estuvieron los Huélamos, famosa familia de molineros), moliera tras la guerra.
Ni que decir tiene que aquel viejo molino de viento de su abuelo lo había hecho
bastante antes. Muchos recordamos aún las ruinas de aquella centenaria
molineta.
La
molienda estaba prohibida en esos años de racionamientos, pero el estraperlo
estaba a la orden del día y los molinos harineros en España no dejaron de
funcionar. Es anecdótico, nos cuenta José, que los mismos guardias civiles que
venían a inspeccionar la molturación, luego llevasen a moler el grano con el
que “se les untaba” al mismo molino cuyo funcionamiento –bien lo sabían ellos–
estaba prohibido. Me cuenta incluso con un punto de picardía, que se percibe en
el guiñar de un ojo, cómo se las ingeniaban para, cortando el cello o
abrazadera que rodea la piedra, poder sacar el precinto y éste quedase así,
intacto, para cuando se hubiese de colocar de nuevo tras la molienda.
Pero
José nos da tantos datos, nos cuenta tantas anécdotas, que es imposible
recogerlas todas en este breve escrito. Nos relata, por ejemplo, cómo una noche
él y su hermano, con el terror mordiéndoles el estómago, subieron angustiados a
despertar a su padre para avisarle de un sonido extraño que venía de no se sabe
qué parte de la oscuridad y que parecía alma en pena más que otra cosa. El
pánico se convirtió en guasa al comprobar que únicamente se trataba del cacareo
ronco de una gallina clueca que, por haberse caído al río, su madre había
puesto a secar junto a la lumbre. O de cómo el año 45 fue tan seco que apenas
pudieron moler ni un grano, mientras que en el 49 el agua del río subió tanto
que llegó hasta la ventana de arriba y tuvieron que estar ocho días sin poder
bajar de la planta alta. Nos habla de los muchos peces que contenía el río en
aquellos años, de los numerosos ánades, de cómo los costones chorreaban agua
por doquier, de la fragancia a té que exhalaban estas hierbas de la ribera, de
la captura del cangrejo autóctono con harnero, en cuyo arte eran especialistas
el hermano Blasco y los “Poños”. Yo salgo de la casa, como sabrán entender, con
la cabeza rebosante de imágenes y palabras (zaquilero, cárcavo, acarrazar,
buje, finante, mayal, arcacubo, etc., etc.) y con el pequeño tesoro de esas
notas de valor incalculable bajo el brazo.
[Este artículo se publicó por primera vez en Pedroñeras 30 Días, número 44, noviembre 2005]
©Ángel
Carrasco Sotos.
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