[Añadimos al artículo primigenio unas imágenes y vídeos que hemos descubierto por la Red sobre esta cueva o pequeña sima conocida por el nombre de cueva del Bandido. No parece muy peligrosa, pero se recomienda ir acompañado para bajar a su interior y, de hacerse, pues id con mucha, muchísima, precaución. Abstenerse, por favor, de manchar el interior de la cueva con nombrecitos y dibujos absurdos. Los vídeos (gracias a quienes se han interesado por grabarlos) nos ayudarán a conocer la situación e interior de la cueva].
Muy
cerca de la casa del Sol existe una pequeña cueva o sima cuyo interior semeja
una gran tinaja. Uno entra en ella por arriba, por un boquete que el risco vivo
deja al descubierto, y no es extraño que dentro se encuentre con algún
murciélago que, asustado, huya hacia la luz. La pequeña cueva recibe el nombre
de Cueva del Bandido debido a ciertos hechos que aquí acontecieron en un pasado
impreciso en torno a un bandido con mala sombra que al final recibió un
escarmiento fatal.
Samuel
Pérez Buedo, según me ha contado, nació en La Veguilla, en el desaparecido chozo
de los Sesteros, el mismo año en que explotó la Guerra Civil. Después, en 1940,
toda la familia se trasladó a Las Mesas, pues a su padre, Juan de Dios, lo
buscaron para trabajar primero en el Molino del Llano y, después, en otro
cercano llamado El Batán. Ambos molinos estaban, como otros muchos socuellaminos, en el río
Saona. A él, a Samuel, su padre lo puso al cuidado de cuatro o cinco cabras y
casi en ese momento empezó a abandonar su infancia por obligación, por
necesidad.
Samuel,
que, posteriormente, trabajó en la Casa del Sol, conocía la referida historia
del bandido, y habiéndose enterado de que yo recogía información de este tipo,
me la ha hecho llegar: en prosa y en verso. Lo que copio más abajo es la
versión poética, elaborada por el mismo Samuel.
“La Cueva del Bandido”.
En la Cueva del Bandido
yo me puse a descansar
y recordar muchas cosas
de muchos años atrás.
Mi padre me lo decía
lo que en la cueva pasó,
pues allí vivía un bandido,
hasta que un pastor lo mató,
que por las noches se iba
a la misma Casa el
Sol
a cenar con los pastores,
que mucho los molestó.
Los tenía con un poco,
un poquito de temor
hasta que una buena noche
lo mató el ayudaor.
Le pusieron “el Valiente”
porque así lo demostró.
El que hacía de mayoral
una mieja se
asustó;
casi llorando decía:
-¿Ahora qué vamos a hacer?
-No te preocupes por eso,
que de esto me encargo yo.
Cogió el macho que tenían
y encima lo atravesó,
y a las doce de la noche
al río se lo llevó,
y en medio del carrizal
allí mismo lo arrojó.
Y desde aquel momento
ya se les marchó el temor
de aquel hombre bandido
que tanto los molestó.
Samuel
ahora [cuando le hice la entrevista] tiene 74 años, cuando lo visito en noviembre con mi amigo José Mª, y
sigue cultivando, como este, el arte de la palabra, con poemas y textos que le
sirven para practicar la escritura, y en los que habla casi siempre de
recuerdos y aficiones amadas. También es sobradamente conocido por poseer una
voz prodigiosa para el cante, un chorro de voz que inunda cualquier espacio,
que se sostiene en el aire de manera casi imposible, como un funámbulo
milagroso que caminara a cien metros sobre el suelo por una cuerda invisible.
Y
ese mismo amor que para escribir y cantar utiliza, lo practica igualmente, como
mañoso artífice, en la elaboración de garrotas; decenas y decenas ha fabricado
con sus manos sirviéndose de los más diversos materiales: donde cualquier
persona percibe un simple palo, Samuel aprecia y sueña la garrota en la que se
va a convertir una vez que pase por su taller. Estas garrotas le gusta regalarlas,
porque si algo le ha enseñado la vida a Samuel es que se es más feliz dando que
recibiendo. Una sana lección que todos deberíamos aprender de él.
Los vídeos.
[Este artículo se publicó por primera vez en Pedroñeras 30 Días, nº 111, enero de 2011]
©Ángel Carrasco Sotos.
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