La familia Mendizábal y Pedroñeras, según Sánchez Ocaña (1) - Heraldo de Madrid (1927) | Las Pedroñeras

jueves, 1 de noviembre de 2012

La familia Mendizábal y Pedroñeras, según Sánchez Ocaña (1) - Heraldo de Madrid (1927)



Un reportaje publicado en noviembre de 1927 en El heraldo de Madrid, por Vicente Sánchez Ocaña, da cuenta de la historia novelada de la familia Mendizábal y de su relación con Pedroñeras. Lo he conocido gracias a Antonio Escudero, que me informó de la publicación y me sugirió que lo trajese a este medio [me refiero al periódico local que por entonces se publicaba]. El texto es extenso, pero, como se publicó dividido en capítulos, aprovecharé sus títulos para ir dando cuenta de él en venideros meses [pues mensualmente se publicaba el susodicho periódico]. Tengo que decir que está profusamente ilustrado con dibujos festivos y fotografías de Jesús Briones: del monte, de la casa de los Mendizábal y de determinadas fotografías, bustos o medallones en que aparecen representadas las personalidades más sobresalientes de esta familia tan emparentada con Pedroñeras.

Hoy leeremos cómo Juan Álvarez Méndez, que sería, pasado el tiempo, ministro de Isabel II, llega a Pedroñeras desde Cádiz, perseguido por los esbirros de Fernando VII, y encuentra refugio en la casa de Juan Antonio Montejano, que no es otro que aquel “Montejano” con calle en nuestro pueblo. Lo conoceremos mejor tras leer este texto.


De noche, a caballo, huyendo

            En medio del inmenso y desnudo llano empezaron a divisar unas moles confusas. Ladraban a lo lejos los perros y alguna que otra lucecilla aparecía de cuando en cuando temblando en las tinieblas.
            Pedroñeras, indicó el espolique.
              El hombre que iba a caballo tras él no le respondió. Envuelto en su capote, con el sombrero sobre los ojos, dejábase llevar un silencio, adormilado. Sus largas piernas desprendidas de los estribos caían desmayadas y casi rozaban el suelo.
            Terminó la blanda senda que traían entre las viñas. Los cascos del caballo sonaron sobre el empedrado de una calle.
            –Ya llegamos, –volvió a decir el espolique.
            Pero el jinete no pareció escucharle tampoco esta vez. Continuaba dormitando tranquilamente, arrebujado en su abrigo, encima del caballo que avanzaba por el pueblo con vivo paso.
            Siguieron una calle larga, ancha; atravesaron por un callejón, cruzaron una placeta, salieron a otra calle ancha y ante la portalada de una gran casona el guía se detuvo.
            –Don Juan Antonio vive aquí.
            Entonces el jinete, que parecía dormido, detuvo bruscamente su cabalgadura y saltó, ágil y rápido, al suelo.
            El criado se disponía a llamar a la puerta de la casona, pero él lo contuvo.
            –Llamaré yo.
            Cogió el aldabón y lo dejó caer pausadamente tres veces: ¡Pam!... ¡Pam!... ¡Pam!...
            Se oyeron voces en el interior de la casa; pasos que se acercaban; luego descorrieron unos cerrojos y unas cadenas, rechinaron unas llaves y la puerta se abrió. Aparecieron en ella, primero, un señor flaco y tieso, y tras él un criado que alumbraba con un velón.
            La luz iluminó al que llegaba. Era un hombre joven, un hombre que quizá no habría cumplido los treinta años; de gigantesca estatura, fuerte, firme. Plantado ante la puerta, contemplaba atentamente a los que le habían abierto.
            –¿Don Juan Antonio Montejano?, –preguntó por fin.
            El señor de la casa se inclinó.
            –Para servirle.
            –Me llamo –dijo el hombrachón– Juan Álvarez y Méndez. Vengo de Cádiz.
            Lentamente alzó la mano derecha y la puso sobre su pecho, abierta.
            Luego, mirándole al fondo de los ojos a Montejano, le preguntó:
            –¿Me conoce usted?
            Montejano imitó su ademán. Y con la mano sobre el pecho se apartó para dejarle franco el paso al recién llegado.
            –Entre usted en su casa, hermano mío.


El huido en su refugio

            ¡Qué gran bocado para los esbirros de su majestad católica D. Fernando VII de Borbón y Borbón el huésped que se albergó aquella noche del otoño de 1815 en Pedroñeras en casa de D. Juan Antonio Montejano! Le buscaban. Le buscaban como masón y conspirador. ¡Pero de qué manera le habrían buscado si hubieran podido adivinar su destino!... ¡Si alguien les hubiera dicho que aquel oscuro constitucional gaditano era más peligroso para Nuestra Santa Madre Iglesia que todos los liberales que ya habían matado y que aún habían de matar: Portier, Lacy, Vidal, Bertrán de Lis, Richard, Riego, el Empecinado, Ripoll, Chapalangarras, Manzanares, Miyar, Fernández Golfín, Mariana Pineda, López Pinto, Torrijos...!
            Desgraciadamente para la economía eclesiástica los espías del rey no ventearon el refugio de D. Juan Álvarez y Méndez.
            Les habría sido difícil, por otra parte, apresarlo. Pedroñeras era un feudo de D. Juan Antonio Montejano. Todos los campesinos de la comarca, colonos o clientes suyos, le eran ciegamente adictos; estaban dispuestos a seguirle adonde fuera, a hacer lo que les mandara, a dar la vida por él. Y el noble y valiente Montejano, liberal fervoroso, no habría dejado sucumbir a su correligionario con los brazos cruzados.
            El huido estuvo unos días oculto en Pedroñeras, reponiéndose de sus fatigas. Era un hombre de aire enérgico y de maneras resueltas, un poco secas.
            Incesantemente se le veía pasear a grandes zancadas por los corredores y las habitaciones de la casona, como un león en una jaula.
            –Pero, ¡qué tiene usted! –le decía una vieja criada–, qué tiene usted que no se “asienta” nunca! ¡Qué cavila?
            Don Juan Álvarez sonreía.
            Montejano y él se hicieron muy amigos. Pasaban largos ratos charlando de política, de las atrocidades de la “camarilla”, de la insurrección de América, de los progresos de las Sociedades.., y también trataban de sus cosas: qué producía el terreno aquel; a cómo se vendía la uva; si eran grandes las fincas; cuántos propietarios había en el pueblo...
            En estas conversaciones era Montejano, generalmente, el que hablaba. El huésped le oía atento. Y de cuando en cuando había una breve observación o una pregunta.
            Algunos ratos el gaditano se entretenía jugando con unos niños, hermanos de madre de D. Juan Antonio, que eran huérfanos y vivían con él. Estos chiquitines, Leandro y Salomé Cañavate, hacían muy buenas migas con Álvarez. En su media lengua la pequeña Salomé le dirigía extensos parlamentos, que él escuchaba gravemente.

[Continuará: en la próxima entrada, las aventuras y desventuras de Mendizábal en Inglaterra, y semblanzas de su mujer, Teresa Alfaro, y de su hijo Rafael, el que se casara con la pedroñera Salomé Cañavate].

Capítulos siguientes:

Segundo capítulo

©Ángel Carrasco Sotos.

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