Un
reportaje publicado en noviembre de 1927 en El
heraldo de Madrid, por Vicente Sánchez Ocaña, da cuenta de la historia
novelada de la familia Mendizábal y de su relación con Pedroñeras. Lo he
conocido gracias a Antonio Escudero, que me informó de la publicación y me
sugirió que lo trajese a este medio [me refiero al periódico local que por entonces se publicaba]. El texto es extenso, pero, como se publicó
dividido en capítulos, aprovecharé sus títulos para ir dando cuenta de él en venideros
meses [pues mensualmente se publicaba el susodicho periódico]. Tengo que decir que está profusamente ilustrado con dibujos festivos y
fotografías de Jesús Briones: del monte, de la casa de los Mendizábal y de
determinadas fotografías, bustos o medallones en que aparecen representadas las
personalidades más sobresalientes de esta familia tan emparentada con
Pedroñeras.
Hoy
leeremos cómo Juan Álvarez Méndez, que sería, pasado el tiempo, ministro de Isabel II,
llega a Pedroñeras desde Cádiz, perseguido por los esbirros de Fernando VII, y
encuentra refugio en la casa de Juan Antonio Montejano, que no es otro que
aquel “Montejano” con calle en nuestro pueblo. Lo conoceremos mejor tras leer
este texto.
De noche, a caballo, huyendo
En
medio del inmenso y desnudo llano empezaron a divisar unas moles confusas.
Ladraban a lo lejos los perros y alguna que otra lucecilla aparecía de cuando
en cuando temblando en las tinieblas.
–Pedroñeras, –indicó el espolique.
El
hombre que iba a caballo tras él no le respondió. Envuelto en su capote, con el
sombrero sobre los ojos, dejábase llevar un silencio, adormilado. Sus largas
piernas desprendidas de los estribos caían desmayadas y casi rozaban el suelo.
Terminó
la blanda senda que traían entre las viñas. Los cascos del caballo sonaron
sobre el empedrado de una calle.
–Ya llegamos, –volvió a decir el
espolique.
Pero
el jinete no pareció escucharle tampoco esta vez. Continuaba dormitando
tranquilamente, arrebujado en su abrigo, encima del caballo que avanzaba por el
pueblo con vivo paso.
Siguieron
una calle larga, ancha; atravesaron por un callejón, cruzaron una placeta,
salieron a otra calle ancha y ante la portalada de una gran casona el guía se
detuvo.
–Don
Juan Antonio vive aquí.
Entonces
el jinete, que parecía dormido, detuvo bruscamente su cabalgadura y saltó, ágil
y rápido, al suelo.
El
criado se disponía a llamar a la puerta de la casona, pero él lo contuvo.
–Llamaré
yo.
Cogió
el aldabón y lo dejó caer pausadamente tres veces: ¡Pam!... ¡Pam!... ¡Pam!...
Se
oyeron voces en el interior de la casa; pasos que se acercaban; luego
descorrieron unos cerrojos y unas cadenas, rechinaron unas llaves y la puerta
se abrió. Aparecieron en ella, primero, un señor flaco y tieso, y tras él un
criado que alumbraba con un velón.
La
luz iluminó al que llegaba. Era un hombre joven, un hombre que quizá no habría
cumplido los treinta años; de gigantesca estatura, fuerte, firme. Plantado ante
la puerta, contemplaba atentamente a los que le habían abierto.
–¿Don
Juan Antonio Montejano?, –preguntó por fin.
El
señor de la casa se inclinó.
–Para
servirle.
–Me
llamo –dijo el hombrachón– Juan Álvarez y Méndez. Vengo de Cádiz.
Lentamente
alzó la mano derecha y la puso sobre su pecho, abierta.
Luego,
mirándole al fondo de los ojos a Montejano, le preguntó:
–¿Me
conoce usted?
Montejano
imitó su ademán. Y con la mano sobre el pecho se apartó para dejarle franco el
paso al recién llegado.
–Entre
usted en su casa, hermano mío.
El huido en su
refugio
¡Qué
gran bocado para los esbirros de su majestad católica D. Fernando VII de Borbón
y Borbón el huésped que se albergó aquella noche del otoño de 1815 en
Pedroñeras en casa de D. Juan Antonio Montejano! Le buscaban. Le buscaban como
masón y conspirador. ¡Pero de qué manera le habrían buscado si hubieran podido
adivinar su destino!... ¡Si alguien les hubiera dicho que aquel oscuro
constitucional gaditano era más peligroso para Nuestra Santa Madre Iglesia que
todos los liberales que ya habían matado y que aún habían de matar: Portier,
Lacy, Vidal, Bertrán de Lis, Richard, Riego, el Empecinado, Ripoll,
Chapalangarras, Manzanares, Miyar, Fernández Golfín, Mariana Pineda, López
Pinto, Torrijos...!
Desgraciadamente
para la economía eclesiástica los espías del rey no ventearon el refugio de D.
Juan Álvarez y Méndez.
Les
habría sido difícil, por otra parte, apresarlo. Pedroñeras era un feudo de D.
Juan Antonio Montejano. Todos los campesinos de la comarca, colonos o clientes
suyos, le eran ciegamente adictos; estaban dispuestos a seguirle adonde fuera,
a hacer lo que les mandara, a dar la vida por él. Y el noble y valiente
Montejano, liberal fervoroso, no habría dejado sucumbir a su correligionario
con los brazos cruzados.
El
huido estuvo unos días oculto en Pedroñeras, reponiéndose de sus fatigas. Era
un hombre de aire enérgico y de maneras resueltas, un poco secas.
Incesantemente
se le veía pasear a grandes zancadas por los corredores y las habitaciones de
la casona, como un león en una jaula.
–Pero, ¡qué tiene usted! –le
decía una vieja criada–, qué tiene usted que no se “asienta” nunca! ¡Qué
cavila?
Don
Juan Álvarez sonreía.
Montejano
y él se hicieron muy amigos. Pasaban largos ratos charlando de política, de las
atrocidades de la “camarilla”, de la insurrección de América, de los progresos
de las Sociedades.., y también trataban de sus cosas: qué producía el terreno
aquel; a cómo se vendía la uva; si eran grandes las fincas; cuántos
propietarios había en el pueblo...
En
estas conversaciones era Montejano, generalmente, el que hablaba. El huésped le
oía atento. Y de cuando en cuando había una breve observación o una pregunta.
Algunos
ratos el gaditano se entretenía jugando con unos niños, hermanos de madre de D.
Juan Antonio, que eran huérfanos y vivían con él. Estos chiquitines, Leandro y
Salomé Cañavate, hacían muy buenas migas con Álvarez. En su media lengua la
pequeña Salomé le dirigía extensos parlamentos, que él escuchaba gravemente.
[Continuará: en la próxima entrada,
las aventuras y desventuras de Mendizábal en Inglaterra, y semblanzas de su
mujer, Teresa Alfaro, y de su hijo Rafael, el que se casara con la pedroñera
Salomé Cañavate].
Capítulos siguientes:
Segundo capítulo
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Segundo capítulo
©Ángel Carrasco
Sotos.
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