Salomé Cañvate Peña (la pedroñera esposa de Rafael Mendizábal)
Ya leímos en la segunda entrega
de esta historia, publicada en la entrada anterior, cómo don Juan Álvarez
Méndez, Mendizábal, había decidido el casamiento de su hijo, el enfermizo
Rafael, con la pedroñera Salomé, hermana de madre de Juan Antonio Montejano, un
viejo amigo del ministro. Con ello enlazamos, siguiendo el reportaje de Sánchez
Ocaña, publicado en El heraldo de Madrid
en 1927.
Fin de raza
Se
fue fortaleciendo poco a poco en el pueblo.
La
mujer lo cuidaba, le preparaba las comidas, le surtía entre horas los
medicamentos; lo abrigaba, iba lentamente de paseo con él por los caminos, al
barde de los viñedos...
Don
Rafael se sentía bien cobijado en aquel rincón lugareño, descansando...
Cuando
hacía buen sol, en esas radiantes mañanas del otoño y del invierno que hay en
la Mancha, salía bien arropado a recoger las tierras de su mujer. Se paraba en
medio de los bancales a conversar con los labriegos, y oyéndoles hablar del
tempero y de la sementera y de las lluvias, contemplaba absorto la llanura
inundada de luz.... Y de cuando en cuando se estremecía bajo su gabán grueso y
su tapabocas sacudido por súbitos escalofríos de fiebre...
En
su casa pasábase los días tumbado en anchos butacones, leyendo novelas o libros
de Historia, con una cachimba llena de tabaco rubio entre los labios, envuelto
en nubes de humo denso y perfumado...
–Qué, ¿no va a Madrid, D.
Rafael? –
le preguntaban algunas veces los campesinos.
Y
él, hundiéndose más en su butaca, apretujándose contra ella, movía la cabeza.
–¿Para qué?
Otras
veces se entretenía disecando animales. Sabía hacerlo muy mañosamente y llegó a
llenar la casa de pájaros y alimañas de todas clases; todavía conserva muchos
su nieto José María. Entre esos rígidos bicharracos que alineados contra las
paredes de su despacho y encaramados en los muebles y colgando del techo le
rodeaban. D. Rafael paseaba horas y horas hasta la madrugada, con su pipa en
los labios, la cabeza baja.
Alguna
noche, doña Salomé, la blanca y dulce Salomé, entra silenciosamente y pone la
suave mano sobre su hombro.
–Rafael...
Don
Rafael se detiene y alza hacia ella la mirada cansada.
–Rafael...
Doña
Salomé se detiene y baja la vista ruborosa... Avergonzada de su caprichillo
femenino...
–Rafael...
¿Y si fuéramos a pasar unos días a Madrid? ¡Es tan bonito!... ¡Tantas luces,
tantos coches!...
Él
se encoge de hombros, con su aire de fatiga.
–¿Para
qué?
La muerte de don
Juan
De
cuando en cuando llegaba a Pedroñeras a pasar una temporada con ellos D. Juan.
Ya
no era aquel fuerte y duro hombretón que plantado en medio de la península,
solo, aguantaba la arremetida furiosa de todas las fuerzas reaccionarias; aquel
hombre que se había arrancado del fondo de sus conventos –¡hala, a trabajar, bigardos!– a 36.000
frailes y a 17.000 monjas... Viejo, enfermo, desilusionado, Mendizábal se
refugiaba, buscando un poco de calor, un poco de paz, en aquel pueblecillo,
Pedroñeras, junto a su familia y a los viejos amigos que no le habían
abandonado.
¡Pobre
D. Juan! ¡Pobre hombre, sencillo y sincero, entre manadas de engolados
farsantes! ¡Pobre hombre de acción entre charlatanes! ¡Cómo lo han vencido!
Encorvado
y gigantesco, la blanca melena al aire, Mendizábal vaga, semejante a un
fantasma, por la llanada manchega... Los conventos se han poblado otra vez...
Los grandes dominios se ha rehecho y los miserables gañanes siguen doblados
sobre una tierra que no es suya...
Y
D. Juan baja los ojos ante él, como avergonzado.
¡Pobre
D. Juan! ¡Qué ha sido de sus esperanzas y de sus propósitos! ¡Para qué volvió
de Inglaterra! ¡Para qué quitó las tierras a los frailes?... Los conventos se
han poblado otra vez, los grandes dominios se han rehecho, los miserables
gañanes siguen doblados sobre una tierra que no es suya...
Nada
queda ya de su obra. Todo lo que intentó levantar se ha derruido... Es decir,
todo no: una cosa de las que él quiso consolidar queda en pie, el trono de
Isabel II.
Una
mañana D. Juan ya no puede levantarse de la cama. Le preparan un coche y lo traen
a Madrid, a su casa de la calle de Alcalá. Los médicos acuden apresuradamente.
No
hay esperanzas de salvarlo.
Se
lo dicen y él tiene una pálida sonrisa: ¡Qué le vamos a hacer!
Algunas
grandes figuras políticas le visitan y le prodigan –¡todavía!– frases
elocuentes y pensamientos elevados: “Dios”... “La Bienaventuranza eterna”...
“Resucitar a una vida mejor”...
Mendizábal
los contempla fríamente, en silencio, aprobando de cuando en cuando con aire
distraído.
Pero
de pronto brilla su mirada y rebulle en la cama tratando de incorporarse, de
tender la mano a alguien que acaba de entrar.
Los
fantasmones elocuentes se vuelven y ven, asombrados, a Curro Cúchares.
–¡Don
Juan!
El
grito de su amigo el torero ya no lo oye Mendizábal, que se ha hundido en la agonía.
–¡Don
Juan!... ¡Don Juan!
Arrodillado
junto a la cama Cúchares llora.
–¡Don
Juan!... ¡Don Juan!... ¡El único hombre que había en España y se muere...!
Los
grandes oradores se han marchado. Cúchares se levanta y sale de puntillas de la habitación.
Antes
ha dejado algo bajo la almohada en que está caída la cabeza de D. Juan.
Ha
dejado 10.000 reales; porque sabe que ni para pagar su entierro tiene dinero el
autor de la Desamortización.
[En la próxima entrada, más sobre los
sucesores de don Juan Mendizábal: nietos y biznietos].
©Ángel Carrasco
Sotos.
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