La familia Mendizábal y Pedroñeras, según Sánchez Ocaña (3) - Heraldo de Madrid (1927) | Las Pedroñeras

lunes, 5 de noviembre de 2012

La familia Mendizábal y Pedroñeras, según Sánchez Ocaña (3) - Heraldo de Madrid (1927)

Salomé Cañvate Peña (la pedroñera esposa de Rafael Mendizábal)


Ya leímos en la segunda entrega de esta historia, publicada en la entrada anterior, cómo don Juan Álvarez Méndez, Mendizábal, había decidido el casamiento de su hijo, el enfermizo Rafael, con la pedroñera Salomé, hermana de madre de Juan Antonio Montejano, un viejo amigo del ministro. Con ello enlazamos, siguiendo el reportaje de Sánchez Ocaña, publicado en El heraldo de Madrid en 1927.

Fin de raza

            Se fue fortaleciendo poco a poco en el pueblo.
            La mujer lo cuidaba, le preparaba las comidas, le surtía entre horas los medicamentos; lo abrigaba, iba lentamente de paseo con él por los caminos, al barde de los viñedos...
            Don Rafael se sentía bien cobijado en aquel rincón lugareño, descansando...
           Cuando hacía buen sol, en esas radiantes mañanas del otoño y del invierno que hay en la Mancha, salía bien arropado a recoger las tierras de su mujer. Se paraba en medio de los bancales a conversar con los labriegos, y oyéndoles hablar del tempero y de la sementera y de las lluvias, contemplaba absorto la llanura inundada de luz.... Y de cuando en cuando se estremecía bajo su gabán grueso y su tapabocas sacudido por súbitos escalofríos de fiebre...
            En su casa pasábase los días tumbado en anchos butacones, leyendo novelas o libros de Historia, con una cachimba llena de tabaco rubio entre los labios, envuelto en nubes de humo denso y perfumado...
            Qué, ¿no va a Madrid, D. Rafael? le preguntaban algunas veces los campesinos.
            Y él, hundiéndose más en su butaca, apretujándose contra ella, movía la cabeza.
            ¿Para qué?
            Otras veces se entretenía disecando animales. Sabía hacerlo muy mañosamente y llegó a llenar la casa de pájaros y alimañas de todas clases; todavía conserva muchos su nieto José María. Entre esos rígidos bicharracos que alineados contra las paredes de su despacho y encaramados en los muebles y colgando del techo le rodeaban. D. Rafael paseaba horas y horas hasta la madrugada, con su pipa en los labios, la cabeza baja.
            Alguna noche, doña Salomé, la blanca y dulce Salomé, entra silenciosamente y pone la suave mano sobre su hombro.
            –Rafael...
            Don Rafael se detiene y alza hacia ella la mirada cansada.
            –Rafael...
            Doña Salomé se detiene y baja la vista ruborosa... Avergonzada de su caprichillo femenino...
            –Rafael... ¿Y si fuéramos a pasar unos días a Madrid? ¡Es tan bonito!... ¡Tantas luces, tantos coches!...
            Él se encoge de hombros, con su aire de fatiga.
            –¿Para qué?


La muerte de don Juan

            De cuando en cuando llegaba a Pedroñeras a pasar una temporada con ellos D. Juan.
            Ya no era aquel fuerte y duro hombretón que plantado en medio de la península, solo, aguantaba la arremetida furiosa de todas las fuerzas reaccionarias; aquel hombre que se había arrancado del fondo de sus conventos –¡hala, a trabajar, bigardos!– a 36.000 frailes y a 17.000 monjas... Viejo, enfermo, desilusionado, Mendizábal se refugiaba, buscando un poco de calor, un poco de paz, en aquel pueblecillo, Pedroñeras, junto a su familia y a los viejos amigos que no le habían abandonado.
            ¡Pobre D. Juan! ¡Pobre hombre, sencillo y sincero, entre manadas de engolados farsantes! ¡Pobre hombre de acción entre charlatanes! ¡Cómo lo han vencido!
            Encorvado y gigantesco, la blanca melena al aire, Mendizábal vaga, semejante a un fantasma, por la llanada manchega... Los conventos se han poblado otra vez... Los grandes dominios se ha rehecho y los miserables gañanes siguen doblados sobre una tierra que no es suya...
            Y D. Juan baja los ojos ante él, como avergonzado.
            ¡Pobre D. Juan! ¡Qué ha sido de sus esperanzas y de sus propósitos! ¡Para qué volvió de Inglaterra! ¡Para qué quitó las tierras a los frailes?... Los conventos se han poblado otra vez, los grandes dominios se han rehecho, los miserables gañanes siguen doblados sobre una tierra que no es suya...
            Nada queda ya de su obra. Todo lo que intentó levantar se ha derruido... Es decir, todo no: una cosa de las que él quiso consolidar queda en pie, el trono de Isabel II.
            Una mañana D. Juan ya no puede levantarse de la cama. Le preparan un coche y lo traen a Madrid, a su casa de la calle de Alcalá. Los médicos acuden apresuradamente.
            No hay esperanzas de salvarlo.
            Se lo dicen y él tiene una pálida sonrisa: ¡Qué le vamos a hacer!
            Algunas grandes figuras políticas le visitan y le prodigan –¡todavía!– frases elocuentes y pensamientos elevados: “Dios”... “La Bienaventuranza eterna”... “Resucitar a una vida mejor”...
            Mendizábal los contempla fríamente, en silencio, aprobando de cuando en cuando con aire distraído.
            Pero de pronto brilla su mirada y rebulle en la cama tratando de incorporarse, de tender la mano a alguien que acaba de entrar.
            Los fantasmones elocuentes se vuelven y ven, asombrados, a Curro Cúchares.
            –¡Don Juan!
            El grito de su amigo el torero ya no lo oye Mendizábal, que se ha hundido en la agonía.
            –¡Don Juan!... ¡Don Juan!
            Arrodillado junto a la cama Cúchares llora.
            –¡Don Juan!... ¡Don Juan!... ¡El único hombre que había en España y se muere...!
            Los grandes oradores se han marchado. Cúchares se levanta  y sale de puntillas de la habitación.
            Antes ha dejado algo bajo la almohada en que está caída la cabeza de D. Juan.
            Ha dejado 10.000 reales; porque sabe que ni para pagar su entierro tiene dinero el autor de la Desamortización.

[En la próxima entrada, más sobre los sucesores de don Juan Mendizábal: nietos y biznietos].


Capítulos siguientes:

Cuarto capítulo

©Ángel Carrasco Sotos.

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