La
palabra húngaro es recogida en los
diccionarios generales como perteneciente o relativa a Hungría (natural de este
país, lengua que se habla en él, etc.). Pero tal voz, como sabemos, y aún escuchamos,
se ha usado en Pedroñeras para denominar al sucio y mal vestido, al desastrado.
“Iba hecho un húngaro”, decimos de alguien de esta traza o jaez.
Tal
acepción, o significado, la veo registrada en otros diccionarios dialectales: la
recogen Francisco Cócera en el pueblo conquense de Cardenete, Dolores Prieto
(que fue compañera mía) en la Manchuela conquense o José Aurelio de la Guía, en
Campo de Criptana (Ciudad Real); pero también José Pastor en el léxico de La
Rioja, por lo que se me antoja que es vocablo más extendido de lo que las
académicas autoridades juzgan, y, por lo tanto, no estaría de más incluirla,
como dialectal o no, en el diccionario de todos, según mi entender.
Es
voz que posiblemente derive o esté relacionada con cíngaro, pues ya Covarrubias en el siglo XVII escribía al hilo de
esta palabra: “En Italia llaman a los gitanos cíngaros o cígaros [...] consta
de graves autores ser esclavones [‘naturales de Esclavonia’], y vivir en los
confines de los turcos y del reyno de Ungría” (s. v. gitano).
Es
el caso que en el periódico conquense El
Liberal (del sábado, 21 de mayo de 1910; año I, nº 43), dentro del
apartado “Callejeando”, Saúl Basciña publicó un curioso artículo titulado “Los
húngaros”, que no puedo dejar de copiar en espera de que sea del gusto de mis siempre
improbables lectores. Dice así:
“Son
los mismos que estuvieron hace meses recorriendo las calles de esta
hospitalaria ciudad de Cuenca. Llevan dos osos y dos monas. Al repiqueteo del
pandero, repiqueteo de notas graves y quejumbrosas, dejan los chicos de jugar a
sus apropiados juegos, y se acercan más y más a los que con caras extrañas y
sombrías, con vestidos pobres y raídos y melenas largas y mugrientas conducen a
rastra, encadenados, los animales que al hacer una pirueta –poco graciosa, casi
siempre– encuentran motivo más que sobrado para acercarse al transeúnte
pacífico y poco curioso que cruza de uno a otro extremo la calle y pedirle
–pandero en mano– una limosna para ellos y para sus hijos.
Los
gruñidos de las fieras se mezclan con lo sonidos que exhalan sus domadores allá en apartada tienda de
campaña. Sus cuerpos se mezclan y a veces se abrazan apretadamente, demostrando
a las claras que no hay diferencia posible entre unos y otros.
Su
bohemia natural, los hace simpáticos. Sus cantos por las noches y su algazara
infernal son bosquejo cierto, cuadro vivo del hombre que convive con las
fieras. Sin embargo, me son simpáticos. ¿Por qué?
Con
ellos va una niña joven, como de 15 o 16 años. Su cuerpo fresco, su talle que excitan
al hombre observador que fija su atención en mirar con deleitoso gusto la
figurilla gallarda de la joven húngara. De sus ojos, sin embargo, ojos negros y
rasgados, se escapan llamaradas de un algo invisible para las gentes no
observadores, aunque no para el repórter de esta humilde hoja impresa. Una y
otra vez, mira a un húngaro que va delante conduciendo un oso, flaco y sucio.
No es desapercibido para él, este mirar constante de su joven compañera, y
cuando se detiene, ante un corro de chiquillos para hacer unas cuantas figuras
vuelve su cara y envíala un suspiro largo y entrecortado.
También
los húngaros quieren. Aunque mezclados con las bestias, tienen corazón, y
dedican a su modo ternuras y flirteos amorosos a su amada.
El
corazón existe en todos: Igual en grandes que en pequeños. Las llamaradas de
los ojos de la chiquilla húngara son expresión sincera de sus sentimientos. Su
amante la quiere con la misma intensidad. El cariño en estos dos seres es
virgen y puro. ¿Sabéis por qué me son simpáticos los húngaros? Porque tienen
corazón y aman con más intensidad y con más pureza que nosotros”.
Ni
húngaros ni gitanos (si es que no vienen a ser lo mismo) tuvieron nunca buena
fama entre nosotros y la visión idílica, simpática o sentimental del autor del
artículo leído no era la general. Quien
se acuesta con una gitana, ni pierde ni gana, decimos, o Los gitanos no quieren ver a sus hijos con
buenos principios. Quiero decir que la referencia a ellos en frases hechas
es siempre despectiva. Y es ésta mala opinión que viene ya de antiguo; no es
moderna ni mucho menos.
Sebastián
de Covarrubias en su Tesoro de la lengua
castellana (1611) hace referencia a ellos en varias entradas de su
diccionario (que sería la base del posterior y primero de la Academia). Por
ejemplo, habla de los gitanos como “mala canalla, que tienen por oficio hurtar
en poblado y robar en el campo” (s. v. conde
de gitanos). Bajo la voz gitano,
reiterando tal dictamen (o verdad) agrega que es “gente perdida y vagamunda,
inquieta, engañadora, embustidora”; y más adelante nos aporta estos datos: “En
España los castigan severamente, y echan a los hombres a galeras, si no se
arraygan y avezinan en alguna parte; las mugeres son grandes ladronas y
embustidoras, que dizen la buenaventura por las rayas de las manos, y en tanto
que esta tiene embevidas a las necias, con si se han de casar o parir o topar
con buen marido, las demás dan buelta a la casa y se llevan lo que pueden [...]
son grandes trueca burras, y en su poder parecen las bestias unas cebras, y en
llevándolas el que las compra son más lerdas que las tortugas”. Sin que con
esto quiera generalizar ni mucho menos (¡Dios me libre de la falacia
argumentativa de la generalización inadecuada!), todavía siguen recurriendo a
este vil método, según noticias próximas en el tiempo de directa experiencia y
conocimiento.
Un
siglo después de estas palabras, cuando los primeros académicos tienen que
redactar la entrada de la palabra gitano
en el llamado Diccionario de Autoridades,
no obvian tal información (o tal realidad aún vigente) y escriben: “Cierta
clase de gentes, que afectando ser de Egipto, en ninguna parte tienen domicilio
y andan siempre vagueando. Engañan a los incautos, diciéndoles la buena ventura
por las rayas de las manos y la fisonomía del rostro, haciéndoles creer mil
patrañas y embustes. Su trato es vender y trocar borricos y otras bestias, y a
vueltas de todo esto hurtar con grande arte y sutileza”.
No
sé si esta forma de vida ha cambiado mucho en la raza gitana. Desde luego es
digna de estudio, debate o consideración intelectual: cómo en casi 500 años ha
podido permanecer casi intocable tal idiosincrasia o condición propia,
abstrayéndose de la modernización, prosperidad y logros sociales, o, mejor,
acomodando a tal condición heredada tales “beneficios”; y desde luego siempre
ha sido un misterio desde nuestra óptica entender estos comportamientos
arraigados que soslayan por lo general la integración. Quiero pensar, no
obstante, que algo esté cambiando y existan familias que hayan optado por
despojarse de algunos de estos condicionantes y prejuicios de raza, y que han
de recibir nuestro aplauso. Todo sea por que esa antigua visión que de ellos
tenemos quede desterrada de nuestra cultura (y que por ellos no sea para que
tal cosa ocurra, y pongan de su parte lo que les corresponde como miembros de
una misma comunidad: la nuestra, la de todos los que convivimos en el mismo
ámbito geográfico y humano, la cual, no obstante acepta la diferencia como
riqueza siempre que esta no suponga un menoscabo contra lo que en virtud dictan
la moral, la ley y las sanas costumbres).
©Ángel
Carrasco Sotos
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Ángel Carrasco Sotos
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