Cura de época.
Tropecé con este nombre casualmente, cuando ojeaba el artículo de Juan A.
Sánchez Belén titulado "La Capilla Real de
Palacio en la crisis del Antiguo Régimen: 1808-1820" que, todo hay que
decirlo, me salió al paso en Internet cuando andaba a la búsqueda de otra cosa que no viene al caso
Situémonos.
Nos encontramos en la época del reinado de Fernando VII, en concreto en la
primera etapa del que luego se denominaría Sexenio Absolutista. Las ideas
liberales han ido prendiendo en los progresistas (llamarles intelectuales sería
impreciso) en años anteriores. Pues bien, debido al temor a que tales ideales
se filtrasen en instituciones de rancia solera absolutista, se decide, a partir
de 1815, que incluso los aspirantes a nuevos capellanes de honor se les exija
el juramento de amor a España, lealtad al rey e ideas moderadas, asunto del que
nos informa el autor de este artículo.
Fernando VII, pintado por Goya.
Don Tiburcio era un fernandino absolutista consumado
Estas
fueron precisamente las “pruebas” que tuvo que pasar Tiburcio Sáez, “cura de
Pedroñeras y canónigo de la catedral de Orihuela”. Los testigos expresaron lo
siguiente en favor de nuestro paisano: “declaran unánimemente que es un
canónigo ejemplar, un párroco celoso, amable en su trato, conocido por su amor
a España, su afecto al rey y por sus opiniones moderadas, conformes en todo a
las regalías [privilegios que el papa concede al rey] y soberanos derechos de
S. M.”.
Y así era, al parecer, en verdad. Durante la guerra contra los franceses, nuestro sacerdote se había encargado de alimentar y calzar al ejército tantas veces como pudo y “fue encarcelado en Burgos por negarse a acudir al Congreso de Bayona tras haber sido elegido por el clero de Cuenca”. Y, como indica Sánchez Belén, “no sólo logró convencer al pueblo de Pedroñeras y a sus autoridades para que contribuyeran con dinero al mantenimiento de la tropa allí acuartelada”, sino que, más aún, “proporcionó las noticias convenientes a movimientos de enemigos, que adquiría con infatigable celo y discreción, y además dispuso varias veces que sus criados o dependientes pasasen a conseguirlas de sus mismos cantones [tropas apostadas en un lugar determinado], habiendo servido de confidentes los más seguros”.
Y así era, al parecer, en verdad. Durante la guerra contra los franceses, nuestro sacerdote se había encargado de alimentar y calzar al ejército tantas veces como pudo y “fue encarcelado en Burgos por negarse a acudir al Congreso de Bayona tras haber sido elegido por el clero de Cuenca”. Y, como indica Sánchez Belén, “no sólo logró convencer al pueblo de Pedroñeras y a sus autoridades para que contribuyeran con dinero al mantenimiento de la tropa allí acuartelada”, sino que, más aún, “proporcionó las noticias convenientes a movimientos de enemigos, que adquiría con infatigable celo y discreción, y además dispuso varias veces que sus criados o dependientes pasasen a conseguirlas de sus mismos cantones [tropas apostadas en un lugar determinado], habiendo servido de confidentes los más seguros”.
Es
así -como servilmente se ocupará de demostrar el mismo don Tiburcio- que
nuestro párroco se mantuvo fiel al cerril y estulto monarca (“prototipo de
necedad coronada”, como escribiese Santiago Ramón y Cajal). No fue postura que
mantuviese, en cambio, con su sucesora, la regente María Cristina, debido,
claro, al acercamiento de esta a los liberales y absolutistas moderados en
defensa del tronazgo de su hija
Isabel. Nuestro cura se manifestó abiertamente contrario a estos coqueteos y,
en consecuencia, fue apartado “pocos meses más tarde, por Real Orden de 6 de
junio de 1834, de su empleo en la Capilla Real”.
La suerte final del clérigo
Termino
citando al articulista en lo que fueron los sucesivos avatares de la vida de
nuestro paisano a partir de aquí: “Tiburcio Sáez, que otorga poder a su sobrino
el 11 de junio de 1834 para que en su nombre administre todos sus bienes en la
Corte, entre los que figuran varias casas que tiene dadas en alquiler, se
traslada a Orihuela a ocupar su canonjía, en la que permanecerá hasta el mes de
septiembre de 1835, en que regresa a Madrid con permiso de la reina, si bien en
el mes de octubre de 1836 parte hacia Zamora de donde regresa en noviembre de
1837 para, finalmente, y tras una licencia de varios meses, volver a salir de
la Corte, ahora con destino a Francia, con la condición de presentarse al
cónsul español más próximo a su lugar de residencia, obteniendo para ello el
preceptivo pasaporte, que le es expedido el 15 de febrero de 1839. Instalado en
Bayona, reside en esta ciudad hasta el 30 de agosto de 1841 en que se
reincorpora a Madrid sin alcanzar, empero, la rehabilitación deseada, que en
1843 todavía no había conseguido, pues su nombre figura en el Real Decreto de
13 de noviembre de dicho año en el que Isabel II resuelve dejar cesantes de la
Capilla Real a quienes fueron separados de ella entre 1834 y 1836”.
En
fin, ya sé que el interés por este personaje de nuestro pueblo puede ser
relativo, pero he querido dar noticia de su persona, la de un sacerdote pedroñero que llegó a
ser capellán de honor de la Capilla Real de Palacio en tiempos de Fernando VII,
un cargo de prestigio al que no todos podían aspirar. Por otro lado, yo solo
soy un mero y humilde transmisor, pues el trabajo de investigación, claro es, se debe al
autor del artículo que cité arriba y a él remito.
NOTA ÚLTIMA: Podría investigarse
también sobre Fr. Gregorio Pérez Aguado, también sacerdote de Pedroñeras,
nacido el 11 de marzo de 1861. Al parecer, tomó el hábito el 2 de mayo de 1877,
profesó al año, siendo la solemne el 5 de mayo de 1881 en la Puebla.
[Este artículo fue publicado en Pedroñeras 30 Días, número 92, junio de 2009].
[Este artículo fue publicado en Pedroñeras 30 Días, número 92, junio de 2009].
©Ángel Carrasco Sotos.
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