por Vicente Sotos Parra
Los encuentros entre el hermano Juanantes y Felipón eran frecuentes, y el sabio acababa siempre con esta frase.
“¡Hay Felipón si yo fuese gobernador otro gallo nos cantaría!”
Al parecer esto fue calando en el Jabato pedroñero, hasta que una noche tuvo este sueño que os cuento. Pensemos en él como en Sancho Panza, que debió asumir el gobierno de la ínsula de Barataria. Todo su contrapunto terrenal y humorístico se viene abajo al momento de ejercer el poder. Le está grande y por eso se hace manifiesta la tragicomedia de sus propios límites. ¿Qué haría usted? -le preguntó Felipón en algunas ocasiones-. Entonces contestaba sin bacilar y según los casos. Separaría al alcalde que es hijo y nieto de los que ya gozaron de la silla como si fuese de la familia, al juez lo mandaría desterrado allí donde Cristo perdió el gorro, al secretario al castillo de Chinchilla, y hasta fusilaría a toda la diputación.
El bueno del hermano Juanantes no se paraba en barras, y aunque incapaz de ver morir el pollo que le pusiesen delante en la comida, si como él dice fuese Gobernador.
Pero empecemos con el sueño que es lo que realmente cuenta.
Hacía ya unos cuantos días que no se encontraban. Fue Felipón a la casa del hermano Juanantes tan alegre, que le preguntó si le había tocado la lotería.
--No me ha tocado premio ni grande ni pequeño, pero he sido gobernador y, por cierto, no me ha gustado el oficio. Se quedó mirando el hermano, pensando que se le había aflojado algún tornillo; ¿no quiere usted saber cómo ha pasado cosa tan rara?
--Nada deseo tanto como saberlo. —Después de sentarse y encender un cigarro.
-- Anoche me recogí a la hora de costumbre: media hora después mi madre me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví del otro lado y al poco rato empecé a soñar y ocupaba el cargo de Gobernador. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en mi vida no hubiese hecho otra cosa, las recibía o las hacia esperar, según la importancia del asunto que había de tratar con ellos.
Yo estaba completamente trasformado; mi encogimiento natural se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia y mi lenguaje torpe en elegante y fácil. Me encontraba más instruido en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiese creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigían la palabra; de manera que tenía la lucidez, conmigo no había falsedad ni disimulo posible.
El primero que se me presentó fue un señor, llegado del pueblo de Las Mesas, vestido por un buen sastre aunque llevaba la ropa como el que no estaba acostumbrado; lucía sobre el chaleco gruesa cadena de oro, para el reloj y en la camisa, gemelos con brillantes, pisaba fuerte, hablaba alto y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama.
Hablaba mucho de sus tierras y su ganado, y cuando al recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo me aseguro que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el alcalde, el resto deberían inspirarme muy poca confianza porque eran díscolos, intrigantes y sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna y gracias al don de penetrar en su pensamiento del que yo disfrutaba estaba oyendo que interiormente se decía: Si supiera este tonto que vendiendo todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar a mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia y que el alcalde y los otros dos sujetos que tanto recomiendo es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión.
--Tentaciones me dieron de callar a aquel villano a puntapiés, pero me contuve y lo despedí. Cuando entró un sujeto de buena figura tan cortes, tan elegante de maneras y lenguaje tan respetable, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convenio suyo que, según me aseguró, era, además del más rico del pueblo del Provencio, el protector, el padre de todos los habitantes del lugar, donde nada se hacía sin su permiso. Él socorría a los pobres, era, en una palabra, la Providencia que llegaba a todas partes la dicha y el contento.
También este me engañaba, según ley en su interior. El padre, el bienhechor, la Providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había hecho rico a fuerza de mil bajezas y crímenes.
Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de escuela de Las Pedroñeras que venía a quejarse del alcalde y del Ayuntamiento. A este infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio encontró quien le diera de comer cuando pasó el tiempo y los recursos se agotaron. Acosado por el hambre de su prole fue a ver al alcalde y este, que llevaba cobrado hasta el último día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: ¡No hay dinero, veremos si se saca algo! --Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar a otros y no a mí – replicó desesperado el maestro. Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo y se le formó el expediente por desacato a la autoridad.
Esta vez, por más que escudriñara en el interior de aquel hombre nada pude ver que no estuviese de acuerdo con sus palabras y se quedó corto al hacer la relación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía a la caridad de una buena alma la cantidad para venir a la capital, y temía que estuviese expirando uno de sus hijos pequeños que había dejado enfermo. Desde que salió del despacho el maestro no pude estar tranquilo y no hacía más que discurrir sobre el castigo que iba a aplicar al alcalde.
Recibí después a hombres importantes que se pavonearon. Protectores de viudas honestas, carroñeros de altos vuelos, pícaros embrolleros, mequetrefes, botarates, caciques de baja estopa y de alta cuna, charlatanes de feria, al cual más grande, los mejores trileros, que solo querían el bien de los ciudadanos de sus pueblo siendo todos enemigos de la libertad y de la justicia.
Tantos y tan variados tipos recibí, que no es posible recordarlos, y aburrido ya, iba a retirarme a descansar, cuando llegó la hora del despacho. Gracias a Dios, ahora sí que voy hacer algo provechoso. El empleado que venía a la firma entro con una carga de papeles que asustaba a cualquiera. Antes que otra cosa le dije: deseo ver el expediente del maestro de Las Pedroñeras.
--Aquí esta.
--¿Por qué se le acusa?
--Por desacato al alcalde.
--¿Y que resulta?
--Este maestro se presentó reclamando el importe de ocho meses que se le adeudaban. El alcalde le contestó que no había dinero en caja: que cuando se cobrara se le pagaría, hasta donde fuera posible. El maestro empezó entonces a gritar: que lo que no había era justicia y que si se cobraba se repartiría como otras veces entre unos cuantos (aludía a la autoridad) y amenazó al alcalde con acudir al gobernador. Todo esto pasó en presencia del secretario, el escribiente, el depositario. El alcalde presentó al denunciado como falta de respeto a la autoridad y de mala conducta. Debo añadir que el señor J.P por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente confirma cuanto dice el alcalde.
--Bastaaa, dije encolerizado pegando fuertemente con la mano sobre la mesa: basta de…
Felipón ¡por Dios! ¿Te has vuelto loco?
Era mi madre que gritaba asustada.
¡Ea! ¡¡Aique!! Tienes razón, hermosón, el gobernar debe ser cosa difícil, e imposible el hacerlo bien a los que carecen de ciertas condiciones. El don de leer en el interior de los humanos se alcanza con el hábito de manejar negocios y solo en sueños se adquiere de repente. La honradez, la actitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la prudencia y la abnegación que deben tener las personas, son las cualidades naturales o adquiridas que necesita el gobernante.
Eso es lo que yo pienso, hermano. No hay que envidiar al que manda, porque teniendo conciencia, debe sufrir mucho, y a menudo, es preferible a gobernar y no hacerlo bien, a ser el último de los gobernados.
(CHASCARRILLO)
Los sueños nos enseñan aquello
que no vemos despiertos.
La realidad cambia al
despertar de los sueños.
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Nadie ofrece tanto como aquel que no va a cumplir.
Francisco de Quevedo.
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