por Vicente Sotos Parra
Así fue la espinosa senda de la vida sobre un fondo oscuro, en cuadro luminoso el sendero del honor, sembrado de abrojos. Esta es la historia de estos paisanos de nuestro lugar que seguro estoy que estarán en el cielo.
Vivían puerta con puerta con la del abuelo de Felipón en la calle Montejano. No pudieron tener descendencia, por lo que desde que llegó Felipón al mundo fue siempre su ojito derecho para la pareja.
El hermano Benito fue de aquellos que formaba la cuadrilla que con la hoz al hombro se marchaba a ganar el jornal segando fuera del pueblo, que se afeitaba con la misma hoz que segaba, al igual que con las mismas albarcas salía del pueblo que llegaba. Durante toda su vida el hermano Benito solo llevó camisas hechas de costales. En ese tiempo de siega comiendo a la sombra de un sombrajo. Decía que al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja, y el queso del pobre no se descorteza, se raspa. Durmiendo en un pajar sobre paja pulverizada. Se pasaba todo el día en el campo.
A la hora de despedirse de la hermana Luisa, le cantaba esta letrilla que decía:
Al marchar a la siega
entran rencores;
trabajar para los ricos,
seguir de pobres.
Nadie supo, ni se explicaba, cómo sin haber pisado la escuela, de un trozo de madera de sus manos saliesen tallas tan perfectas dignas de un artista de muchos años de estudios. Cuando volvía al pueblo de esos días duros de siega les traía a la hermana Luisa la talla de la Virgen y a Felipón una reproducción de la torre, sin que les faltase detalle en su reproducción. Si le preguntaban para quién era la torre, les respondía cachazudamente: "no tengo chiquetes, pero puerta con puerta tengo uno que lo quiero como si fuese mi chico".
A la vuelta al lugar le cantaba esta esta otra que dejaba a la hermana más ancha que larga.
A la vuelta de la siega
vengo con ganas
de ver a mi Luisa
cada mañana.
No era dolor, era aniquilación lo que suponía quedarse viuda en aquellos tiempos. Sus años de felicidad se quedaban en una cueva en la que nadie ya podía acceder, perdida en un abismo inmenso lleno de olvido. Pasaba los días frente al retrato de su hombre y cenaba sola en aquella humilde estancia poniendo la silla frente a ella como si el hermano Benito siguiese vivo. Y ese recuerdo, obstinado en las cosas externas, avivará la desesperación de la pobre mujer y la hacía aun mayor el vacío de la ausencia. La desnudez de aquella dos estancias es más patente cuando los tibios rayos del sol entran por su única ventana. Todo el lugar a pesar del tiempo pasado recuerda aún el dolor que experimentó la hermana Luisa cuando perdió al hermano Benito. Detrás de aquella puerta separada de la cocina y cuarto donde una cama la presidía un cabezal con un crucifijo rodeado de unas tallas de Vírgenes de madera que le daban escolta al cristo, todas ellas talladas a mano, fruto de los regalos de su hombre. Por no tener no tenían ni mesa para comer; se las apañaban comiendo en la perola los ranchos. En aquella casa tan pulcra en limpieza les sobraba a los dos. De profundas convicciones religiosas ambos, aquella puerta nunca se cerraba ni de noche ni de día para todo el barrio del Pozo Nuevo. Desde ese día dejó de salir a la calle, se cortó el pelo y se puso el pañuelo negro como el resto de prendas de ese mismo color. Así se encerró y dejo de salir a la calle. Cuando tenía que hacer los mandaos bastaba con decírselo a Felipón, quien iba a la tienda del hermano Jesús Motilla, a casa de Goris o anca el hermano Patricio, o anca la hermana Zulla.
Dejó dicho que las Vírgenes talladas por su hombre se las depositaran en su féretro. Quitaron el paño mortuorio. La paz se reflejaba en el rostro de la difunta. Sobre él quedaba un rayo de sol. Una golondrina penetró como una flecha y dio media vuelta chillando, encima de la cabeza de la hermana Luisa.´
Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes, dando manotones a los chiquetees golosos. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa frente a la naturaleza implacable.
El paso del tiempo es la losa de carga que no pueden soportar los seres humanos, ligero como una pluma que cada día se posa hasta llegar a no soportar su peso.
La hermana Luisa aguantó algún tiempo desgarrada y enfermiza, y luego murió, enterrada bajo tierra con su Benito, no teniendo ni una mínima cruz que indicara de quiénes fueron las personas que yacían en aquella sepultura desnuda. Felipón encargó una cruz con los nombres y le dejó la talla de la torre que el hermano Benito le regaló. Ese trozo de tierra sigue desnudo, entre los otros, cubiertos de humildes flores. Al final, una de estas plantas, de la familia de las anemonas con flores blancas, treparon, se alargaron espontáneamente, primero tímidamente, y ahora campean frondosas sobre su tumba.
Víctima de setenta años de puchero y de escoba, una vieja vecina acurrucada pasaba y pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos. La luz desteñida, difusa, entraba por la ventana perezosamente dando luz a aquella humilde estancia donde descansaba la hermana Luisa.
Las horas, las monótonas horas, indiferentes, iguales, pasaban por el cadáver de la hermana Luisa y dejaban descender sobre ella melancolía, la melancolía del ocaso y la madeja de sombras que ata el sueño al olvido.
Los chiquetees, hartos de jugar, se fueron a sus casas a dormir sabedores de que al día siguiente tendrían otro día para seguir.
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(CHACARRILLO)
Felipón guardó aquella torre
que el hermano Benito le regaló.
Al día siguiente de su entierro,
junto a su sepultura se la dejó.
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Debo decir que la probabilidad de que muramos
parece ser extraordinariamente alta.
Pitágoras
Me encantan tus historias
ResponderEliminarAnónimo. Tambien ami me gusta saber que te encantan.
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