Cogiendo lentejas (Fuente)
Un jornal cogiendo lentejas (III)
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por Fabián Castillo Molina
La comida y la siesta
Al llegar nuevamente al camino después de la última vuelta, el cansancio y agotamiento ya era evidente en los menores. Se reflejaba claramente en sus rostros relejosos, llenos de restregones de polvo y sudor convertidos en barrizal. El más alto midió la hora solar poniéndose derecho y adelantando el pie izquierdo para ver si alcanzaba la sombra de su cabeza con la puntera. Todavía le faltaba un poco. Más de uno de los jóvenes agotados le imitó. Oyeron al capataz animarles a coger el lomo de la última vuelta antes de de la hora de comer. El ritmo había decrecido, se evidenciaba el cansancio generalizado de las tres uves que formaban la cuadrilla, y varios niños de los últimos surcos se habían quedado descolgados del pelotón a pesar de la ayuda, en algún caso, de la hermana o hermano mayor.
Cuando dieron la vuelta y regresaron al camino, escalonadamente según iban terminando su hilo, todos iban a refugiarse a la sombra de la gran encina y se dejaban caer sobre la hierba seca de la linde. Después, tras los primeros minutos de respiro iban al ato y recogían sus sacos de merienda, como llamaban a los taleguillos de tela de cuadros blanquiazules. Desataban el nudo de la cuerda y la boca fruncida del saquejo y parsimoniosamente algunos, y otros más rápidos, iban sacando sus latillas, horteras y el pan que les quedó del almuerzo. Junto al tronco de la carrasca, cubiertos con una manta de mulas, estaban los cuatro últimos cántaros de agua llenos y los dos botes vacíos. Se hablaba poco durante la comida. Desperdigados en el círculo de sombra que proyectaba la encina, comía cada uno su merienda y en algunos casos se intercambiaban un trozo de tortilla por un chorizo, un mejillón por una sardineta y, en los postres, unos cacahuetes (a los que llamaban alcagüetes) por unos higos. Alguno que llevaba naranja no la cambió por nada. Candelas había dado la nota en la comida, se había salido de la rutina. Trajo los huevos de perdiz del nido encontrado, hizo un mínimo fuego y una hornacha improvisada con tres piedras de las que había en la linde, puso a hervir agua en la hortera de cinc y coció la docena. Llamó especialmente la atención cómo, al pelarlos, casi todos tenían oscurecida la clara tirando a rojo. Se adivinaba en uno de ellos claramente la cabeza de un pájaro. Al preguntarle si estaban malos, enseñó uno con orgullo y dijo: "¡Qué van a estar malos! Lo que están es gloria, con carne y to. Mirar qué pollete más hermoso tienen ya". Y se lo tragó de un bocao sin pestañear y se echó un trago de vino de una botelleja de cristal que traía.
Después de la comida había un descanso de hora y media. Mientras los mayores optaban por descansar un poco a la sombra si tenían sitio, y otros al sol, varios de los más jóvenes cogieron el camino del río Záncara y se fueron a darse un baño, sin bañador. Después de un cerrete entraba el camino en cuesta abajo y, al llegar al costón del río, se desviaba, pero ellos siguieron rectos y pronto llegaron. Aunque había un poco de cieno en la orilla y el agua estaba fresca, y a pesar de estar recién comidos, se zambullían sin miedo ya que eran escasos el caudal y la corriente. No tenían reloj, pero sabían guiarse por la sombra. El tiempo se les pasó volando y el cansancio pareció desaparecer por arte de magia. Ninguno quería salir del agua, aunque sabían que llegar tarde a coger su hilo les costaría demasiado caro y todos volvieron al ato puntuales. .
Cuando dieron la vuelta y regresaron al camino, escalonadamente según iban terminando su hilo, todos iban a refugiarse a la sombra de la gran encina y se dejaban caer sobre la hierba seca de la linde. Después, tras los primeros minutos de respiro iban al ato y recogían sus sacos de merienda, como llamaban a los taleguillos de tela de cuadros blanquiazules. Desataban el nudo de la cuerda y la boca fruncida del saquejo y parsimoniosamente algunos, y otros más rápidos, iban sacando sus latillas, horteras y el pan que les quedó del almuerzo. Junto al tronco de la carrasca, cubiertos con una manta de mulas, estaban los cuatro últimos cántaros de agua llenos y los dos botes vacíos. Se hablaba poco durante la comida. Desperdigados en el círculo de sombra que proyectaba la encina, comía cada uno su merienda y en algunos casos se intercambiaban un trozo de tortilla por un chorizo, un mejillón por una sardineta y, en los postres, unos cacahuetes (a los que llamaban alcagüetes) por unos higos. Alguno que llevaba naranja no la cambió por nada. Candelas había dado la nota en la comida, se había salido de la rutina. Trajo los huevos de perdiz del nido encontrado, hizo un mínimo fuego y una hornacha improvisada con tres piedras de las que había en la linde, puso a hervir agua en la hortera de cinc y coció la docena. Llamó especialmente la atención cómo, al pelarlos, casi todos tenían oscurecida la clara tirando a rojo. Se adivinaba en uno de ellos claramente la cabeza de un pájaro. Al preguntarle si estaban malos, enseñó uno con orgullo y dijo: "¡Qué van a estar malos! Lo que están es gloria, con carne y to. Mirar qué pollete más hermoso tienen ya". Y se lo tragó de un bocao sin pestañear y se echó un trago de vino de una botelleja de cristal que traía.
Después de la comida había un descanso de hora y media. Mientras los mayores optaban por descansar un poco a la sombra si tenían sitio, y otros al sol, varios de los más jóvenes cogieron el camino del río Záncara y se fueron a darse un baño, sin bañador. Después de un cerrete entraba el camino en cuesta abajo y, al llegar al costón del río, se desviaba, pero ellos siguieron rectos y pronto llegaron. Aunque había un poco de cieno en la orilla y el agua estaba fresca, y a pesar de estar recién comidos, se zambullían sin miedo ya que eran escasos el caudal y la corriente. No tenían reloj, pero sabían guiarse por la sombra. El tiempo se les pasó volando y el cansancio pareció desaparecer por arte de magia. Ninguno quería salir del agua, aunque sabían que llegar tarde a coger su hilo les costaría demasiado caro y todos volvieron al ato puntuales. .
La tarde y el regreso
Después de la comida y el descanso, con 40º en pleno secarral, sin una mínima brisa, lo único que se oía era el canto de las cigarras. El arranque y el ritmo de la cuadrilla fue otro muy distinto al de la mañana. El rumor era otro mucho más calmo y la nube de polvo no era tal. Los tres grupos, incluso con las cortadoras en cabeza, eran más compactos. El vendaje de las muñecas del más pequeño había vuelto a ponérselo su hermana y él aguantaba como podía. La tarde se hizo larga y dura. Los sudores y la escasez de agua difícil de llevar para los adultos, para los más pequeños se convertía en algo parecido a lo que veían a veces en el cine en las películas de esclavos. El capataz iba de un lado a otro detrás de la cuadrilla llamando de vez en cuando la atención al que se había dejado alguna mata abandonada en su lomo.
El sol empezó por fin a descender, y los ánimos de los trabajadores con las fuerzas mermadas empezaron a tomar otro aire. Pensar que esta era la última vuelta ya era suficiente motivo de alegría. Dura era la jornada para los más fuertes, ya lo hemos dicho, pero para los más débiles casi parecía imposible poder llegar al final; mas, sobre todo para ellos, lo más importante era terminar el día sin que les hubieran llamado ¡perros! y sin que les hubieran despedido por no poder llevar su hilo aunque fuera ayudados. Homenaje especial merecen las que llevaban la tarea añadida de cumplir con su lomo y no dejar descarriado a su hermano menor.
Llegaron al camino por fin. El sol ya estaba a menos de tres dedos sobre la línea del horizonte. El calor era ya soportable. Bastante distanciados los primeros de los últimos, se fueron quitando los manguitos, y con los brazos caídos y los cuerpos levemente inclinados fueron recogiendo sus pertenencias. Iban colocándose en el remolque según llegaban. Al final, los últimos no eran los primeros. Cada uno se acoplaba como podía, como por la mañana, unos de pie y los menos sentados.
El tractor se puso en marcha dejando su estela de humo tras de sí, y cuando dejaba atrás la gran carrasca, vieron, delante, desaparecer el sol. A pesar del cansancio y en muchos casos la extenuación, todavía a mitad de camino, algunas mujeres empezaron a entonar las canciones de siempre, "Al llegar a Pedroñeras, lo primero que se ve…" y fueron uniéndose a sus voces la mayoría de chiquetes que las acompañaban. Tras un día tan largo y agotador, todavía llegaban contentos al pueblo, pensando en haber ganado el jornal para la familia y lo bien recibidos que serían por sus padres, a los que parecía que cumplir como un grande y que nadie pudiera llamarles perros era lo más importante. .
El sol empezó por fin a descender, y los ánimos de los trabajadores con las fuerzas mermadas empezaron a tomar otro aire. Pensar que esta era la última vuelta ya era suficiente motivo de alegría. Dura era la jornada para los más fuertes, ya lo hemos dicho, pero para los más débiles casi parecía imposible poder llegar al final; mas, sobre todo para ellos, lo más importante era terminar el día sin que les hubieran llamado ¡perros! y sin que les hubieran despedido por no poder llevar su hilo aunque fuera ayudados. Homenaje especial merecen las que llevaban la tarea añadida de cumplir con su lomo y no dejar descarriado a su hermano menor.
Llegaron al camino por fin. El sol ya estaba a menos de tres dedos sobre la línea del horizonte. El calor era ya soportable. Bastante distanciados los primeros de los últimos, se fueron quitando los manguitos, y con los brazos caídos y los cuerpos levemente inclinados fueron recogiendo sus pertenencias. Iban colocándose en el remolque según llegaban. Al final, los últimos no eran los primeros. Cada uno se acoplaba como podía, como por la mañana, unos de pie y los menos sentados.
El tractor se puso en marcha dejando su estela de humo tras de sí, y cuando dejaba atrás la gran carrasca, vieron, delante, desaparecer el sol. A pesar del cansancio y en muchos casos la extenuación, todavía a mitad de camino, algunas mujeres empezaron a entonar las canciones de siempre, "Al llegar a Pedroñeras, lo primero que se ve…" y fueron uniéndose a sus voces la mayoría de chiquetes que las acompañaban. Tras un día tan largo y agotador, todavía llegaban contentos al pueblo, pensando en haber ganado el jornal para la familia y lo bien recibidos que serían por sus padres, a los que parecía que cumplir como un grande y que nadie pudiera llamarles perros era lo más importante. .
Epílogo
"La educación es una herramienta fundamental para prevenir el trabajo infantil, cuando este constituye un obstáculo para que los niños asistan a la escuela. El acceso universal a la educación, y en particular a la enseñanza de calidad gratuita y obligatoria, garantizada hasta que el alumno alcance la edad mínima que fija la ley para acceder a un empleo, es un factor decisivo en la lucha contra la explotación económica de los niños".
"Los derechos del niño son un conjunto de normas de derecho internacional que protegen a las personas hasta determinada edad. Todos y cada uno de los derechos de la infancia son inalienables e irrenunciables, por lo que ninguna persona puede vulnerarlos o desconocerlos bajo ninguna circunstancia. Varios documentos consagran los derechos de la infancia en el ámbito internacional, entre ellos la Declaración de los derechos del niño y la Convención sobre los derechos del niño".
Los dos párrafos anteriores extraídos de páginas oficiales de Internet (hoy, 27 de abril de 2013) dejan claro que las leyes y la protección a la infancia y juventud existen, pero, aun así, todos sabemos que son vulneradas en todo el mundo de manera sistemática. Millones de niños siguen realizando trabajos de todo tipo de los que la ley ¿les protege?, pero los gobernantes y los poderes públicos de los países donde viven nada, o muy poco, hacen por que dichas leyes se cumplan.
La narración que hemos leído, trata de recrear una jornada laboral agrícola en Las Pedroñeras (Cuenca), un día cualquiera del mes de junio de 1961.
El texto es un pequeño homenaje a todos aquellos prematuros trabajadores y un toque de atención a quien corresponda, por si debido a los recortes de todo tipo que vienen aplicándose en los últimos tiempos, en los campos susceptibles de recaudar fondos con un destino más que dudoso, se acude también a la permisividad en cuanto al trabajo y la explotación infantil. Incomprensiblemente, la ampliación de la edad de jubilación obligatoria, para aquellos mayores de 65 años, que en muchos casos forman parte de los niños españoles que ya en la infancia fueron explotados laboralmente, privándoles de la educación a la que tenían pleno derecho, es una muestra de hasta dónde se puede llegar.
Mientras millones de jóvenes en edad de trabajar y con preparación suficiente buscan empleo sin encontrarlo, se pretende prolongar la vida laboral hasta el mismo borde de la muerte, sin tener en cuenta las condiciones físicas y mentales de una gran cantidad de personas que rondan los setenta y que en muchos casos llevan ya trabajando más de cincuenta años, aunque no puedan demostrarlo con papeles porque nadie cotizaba por ellos, cuando eran sometidos a lo que bien podía ser llamado con justicia trabajos forzados.
"Los derechos del niño son un conjunto de normas de derecho internacional que protegen a las personas hasta determinada edad. Todos y cada uno de los derechos de la infancia son inalienables e irrenunciables, por lo que ninguna persona puede vulnerarlos o desconocerlos bajo ninguna circunstancia. Varios documentos consagran los derechos de la infancia en el ámbito internacional, entre ellos la Declaración de los derechos del niño y la Convención sobre los derechos del niño".
Los dos párrafos anteriores extraídos de páginas oficiales de Internet (hoy, 27 de abril de 2013) dejan claro que las leyes y la protección a la infancia y juventud existen, pero, aun así, todos sabemos que son vulneradas en todo el mundo de manera sistemática. Millones de niños siguen realizando trabajos de todo tipo de los que la ley ¿les protege?, pero los gobernantes y los poderes públicos de los países donde viven nada, o muy poco, hacen por que dichas leyes se cumplan.
La narración que hemos leído, trata de recrear una jornada laboral agrícola en Las Pedroñeras (Cuenca), un día cualquiera del mes de junio de 1961.
El texto es un pequeño homenaje a todos aquellos prematuros trabajadores y un toque de atención a quien corresponda, por si debido a los recortes de todo tipo que vienen aplicándose en los últimos tiempos, en los campos susceptibles de recaudar fondos con un destino más que dudoso, se acude también a la permisividad en cuanto al trabajo y la explotación infantil. Incomprensiblemente, la ampliación de la edad de jubilación obligatoria, para aquellos mayores de 65 años, que en muchos casos forman parte de los niños españoles que ya en la infancia fueron explotados laboralmente, privándoles de la educación a la que tenían pleno derecho, es una muestra de hasta dónde se puede llegar.
Mientras millones de jóvenes en edad de trabajar y con preparación suficiente buscan empleo sin encontrarlo, se pretende prolongar la vida laboral hasta el mismo borde de la muerte, sin tener en cuenta las condiciones físicas y mentales de una gran cantidad de personas que rondan los setenta y que en muchos casos llevan ya trabajando más de cincuenta años, aunque no puedan demostrarlo con papeles porque nadie cotizaba por ellos, cuando eran sometidos a lo que bien podía ser llamado con justicia trabajos forzados.
©Fabián Castillo Molina
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