Un jornal cogiendo lentejas (con lenguaje pedroñero) - Primera parte | Las Pedroñeras

jueves, 25 de abril de 2013

Un jornal cogiendo lentejas (con lenguaje pedroñero) - Primera parte

Cogiendo lentejas (Fuente)

Un jornal cogiendo lentejas (I)


por Fabián Castillo Molina


En el tajo

Despuntaba el sol y un remolino de jornaleros se disponían a empezar la jornada bajo la mirada y la palabra azuzante del capataz. Habían llegado allí en un remolque de tractor, apretados, unos de pie y otros sentados sobre el tablero de la plataforma del remolque, a granel. Eran más de treinta, entre niños y adultos. Bajaron del remolque y se dirigieron al tajo. El capataz, con voz firme y autoritaria, ordenó cómo debían situarse los cortadores y el resto de la cuadrilla:


―"Tú y tú y tú, vais a poneros de cortaoras y tú tamién; y ese, a ver tú, sí, a ti te digo, grandullón. Iréis formando equipo de refuerzo con ellas y cuatro más de los mejores que podís elegir vosotras, así formaréis tres puntas de flecha abriendo paso en la rocha. Ya conocís el trabajo. No tengo que deciros la marcha que hay que llevar. Aquí no quiero conversación ni blanderías por dolor de riñones. Tampoco quiero ver pinos. Aquí se descansa al llegar a la orilla y na más. Vais con vuestro lomo adelante y dejando montones no a cada paso, sino cuando el brazao sea grande. Así los demás tendrán que hacer lo mismo. Y no quiero ver ni una mata que se quede perdía. Que aquí hemos venío a recoger la producción completa. Hasta la última lenteja. Además, a cada lado de vuestros acompañantes de cabeza se colocarán cuatro, escalonaos, los grandes y los chiquetes, de manera que los montones de cada cortaora recibirán las matas de once lomos. Quiero que la cuadrilla vaya en grupo, sin rezagaos; y sin estorbase unos a otros; ¡hala!, ya podís coger lomo. Venga que se hace tarde y hay que ganase el almuerzo".

Así formó tres grupos casi iguales y siguió dando órdenes hasta que estuvieron en marcha.

Sin rechistar, se produjo un movimiento de mezcla y se formaron los tres grupos, los cortadores y el resto: siete mujeres y dos mancebos quinceañeros estiraos encabezarían las tres filas de montones de lentejas que irían dejando atrás en su avance. A cada extremo, cuatro más. La cuadrilla quedó dividida en tres bandos: los seis o siete mayores en cada grupo y cuatro o cinco chiquetes. Los niños más jóvenes iban intercalados con los adultos de los que dependían para ayudar a llevar adelante su tarea. La mayoría de los chicos rondaban los diez o doce años, y alguno era menor de esa edad, el más joven tenía ocho, aunque su hermana mayor que él, que le ayudaría de vez en cuando a llevar su lomo quitando mies del mismo y haciéndole clareos y calvas, decía que tenía ya diez cumplidos. Él mantenía lo de los diez años y por su cuerpo, su desparpajo y disposición a cumplir con la tarea, lo hacía creíble. En uno de los grupos de los menores se situó el más viejo de la cuadrilla, Candelas, que en algún caso quintuplicaba la edad del más joven. Iba solo, sin menor que dependiera de él, llevaba ropa más raída de lo normal, abarcas con suela de cubierta de neumático y sombrero de paja, de hombre. Todas las mujeres iban embozadas con pañuelo que les cubría media cara y sombrero de paja de ala caída.


Cogiendo lentejas en Casas Ibáñez (fuente)



La rocha de lentejas que cosechar era inmensa. Los hilos largos y la mies espesa y alta. El color dorado y armonioso, con amapolas, tamarillas y algunos cardos salpicando el paisaje y adornándolo, contrastaban con la dureza del trabajo. Había que arrancar de raíz cada mata de lentejas, tirando con fuerza y rapidez de todas las que abarcaran las manos, y, al estirazar, salpicaban las briznas de tierra seca agarradas a la raíz, con la consiguiente polvareda. Las cortadoras y sus apoyos iban abriendo brecha en forma de uve invertida, como una bandada de aves migratorias, y pronto dejaron atrás al resto de cada grupo. Las cortadoras elegidas, además de ser más fuertes, contaban con la ventaja de no tener que dar ni un paso para dejar montón, mientras que los más débiles, por añadidura, cada vez que sus pequeños brazos hacían brazao, debían atravesar cuatro o cinco lomos para dejarlo en el montón y después desandar lo andado para retomar su tajo, según la posición en la que les hubieran colocado. Los tres grupos no iban parejos; pronto entraron en competencia -de picaílla, como solían decir- y, de vez en cuando, uno se destacaba más que otro, pero los tres levantaban la primera nube de polvo, y los que iban detrás, en algunos momentos vistos de lejos, según contaba el aguador al remontar el cerro con la borrica, los veía envueltos en una nube blanca; tal era la polvisca que llevaban -como solía decir él luego.

A la segunda vuelta, pararon a almorzar. Se extendió la cuadrilla a lo largo de una linde entre la hierba verdiseca y algunas piedras alosadas que servían de mesa a ras del suelo para dejar la latilla de sardinetas o la hortera con pisto, tortilla de patatas o alguna tajaílla de tocino. El pan se mantenía en el saco después de cortarle el primer cantero. Las cortadoras y sus acompañantes se colocaron a la sombra de una gran encina que había en el pico de la rocha, junto al camino.

―¡Dejar limpio el sitio debajo de la carrasca, no quiero ninguna lata ni cáscaras de alcagüetes por el suelo! ―advirtió el capataz.

Para el almuerzo disponían de media hora escasa, y una vez recuperadas fuerzas, vuelta a empezar.

Continúa AQUÍ.

©Fabián Castillo Molina

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