Efectivamente, este es el título de un cuento publicado por el escritor y periodista pedroñero Julián Escudero Picazo, en la sección “El cuento de hoy” de El día de Cuenca del viernes 22 de diciembre de 1923. En nota a pie de página se dice que pertenece al libro de cuentos en preparación titulado Hojas del calendario; creo que nunca vio la luz.
Esta noche es Nochebuena
Lo dirá el calendario; lo dirán los ricos; lo dirá el obrero, que tiene buen jornal ahora; lo dirá, tal vez, esa gran familia de la clase media –la mayor parte de ella, funcionarios del Estado, que se amolda a cobrar dos mensualidades pequeñísimas en diciembre y ninguna en enero–; los únicos a quienes no les está permitido creerlo, los únicos que no pueden decir que esta noche es Nochebuena, son los pobres.
¡Nochebuena, Nochebuena...! ¡Que es Nochebuena esta noche...! Lo será, ¡quién lo duda! para el que tenga un hogar abrigo, una familia amante, su cena apunto, la cama acondicionada para descansar en ella cuando la digestión molesta...; para quien duerme al raso en invierno, y vive solo, y tal vez no cene... por no tener cena ni saber quién querría fiársela..., para ese la Nochebuena es otra burla mundana. ¡Y qué fácil, sin embargo, proporcionarle, en Nochebuena, una buena noche a quien todas las pasa malas...!
Bien quisiera yo que este soliloquio tuviera palabras no pesimistas, menos amargas. Señal cierta sería de tener en mi derredor algún afecto, y más alimento en el estómago... Pero no, yo, desgraciadamente, no puedo ser optimista. El optimismo lo da la fortaleza moral y física, que puede, venciendo obstáculos, llegar a adueñarse de la abundancia soñada. Los que no tenemos familia..., ni casa..., ni cena...; los que necesitándolo todo no tenemos de nada, harto hacemos con exhibir hoy la piltrafa de nuestro cuerpo, amustiado por el pesimismo y abatimiento.
¡Nochebuena, Nochebuena...! ¡Grata fiesta de hogar, de familia; comunión de puros afectos; cena pascual del Cristianismo...! ¡Qué hermosas frases... si la inanición no nos acecha para traernos la muerte, el frío eterno...
Así dijo Alfonso Vieytes, dando, al terminar su monólogo, un expansivo y prolongado suspiro, mitad bostezo, mitad pregón de resignada impotencia. ¡Que quién era Vieytes! ¡Bah! nadie, o casi nadie. Él decía ser lo segundo, pero, en realidad, le cuadraba más lo primero. Indudablemente no era nadie, puesto que a nadie le inspiraba caridad... aun necesitándola tanto.
Vieytes, el mismo día que cumplió la mayor edad, fue echado de la casa de su hermano con el que había vivido los dos años siguientes al fallecimiento de los padres de ambos. Este su hermano único llevó al matrimonio una mujer que, no sólo por su tipo desgarbado, de corvas y largas piernas, sino, además, por su geniazo decía él que le había salido rana. Y ciertamente, era una de las muchas ranas que, al contrario de las de la fábula, disponiéndolo todo e imponiéndose en todo, no quieren rey ni aun en el trono de su hogar. Por eso Camila Rivas, destronó a su marido y puso en medio del arroyo a su cuñado, que no era nada, que no trabajaba en nada y que, naturalmente, para vivir no contaba con nada.
¿Era, acaso, Alfonso Vieytes un vago profesional, de los que se amoldan a vivir faltos de todo, o un resignado a morir ahíto de hastío, no hallando profesión a que consagrarse ni padrino que le sirviera para colocarse?
Personas hay que afirmaban lo primero, en tanto otras sostenían acaloradamente lo contrario. Yo sé decir que Vieytes pidió trabajo en innumerables sitios y en ninguno de ellos tuvieron a bien el dársele. ¿Que si era un orgulloso, un inadaptado al medio, un desgraciado impotente? No lo sé a ciencia cierta, ni nada hace para el caso. Lo indudable, lo que todos sus conocidos sabemos es que Alfonso, entonces, no trabajaba en nada y carecía de todo. Abandonado, como se ha dicho, de su único hermano, vivió huérfano de afectos; sin colocación ni quehacer alguno, por lo que fuera, carecía de su casa donde albergarse y muchos días hasta de comida con qué alimentarse.
¿Tiene algo de extraño que viviendo de esta guisa, fuese monologando calle de Serrano adelante en la forma que se dice al comenzar este relato? Tal vez obsesionado por su natural pesimismo, o extenuado, quizás, por no haber comido nada en todo aquel día y parte del anterior, Vieytes sufrió un mareo; notó que su vista se anublaba, que árboles y casas danzaban como en grotesca e irreal zarabanda, que sus piernas fragmentos de aquella piltrafa, como él denominaba, con harta razón su cuerpo- negábanse a llevarle y, luego de dar unos absurdos traspiés, pugnando todavía por sostenerse cayó al suelo quedando tendido casi al borde de la acera.
Momentos después, un automóvil viraba por la calle de Don Ramón de la Cruz y, enfilando la de Serrano, avanzó vertiginosamente por ella con dirección a la Plaza de la Independencia. Todavía no se sabe si fue por una imprudencia del conductor, por una mala maniobra de este o que el mecanismo del coche no respondiese al guía: lo cierto es que el automóvil irrumpió en una acera de la calle, quedando como empotrado en la pared.
Los ocupantes de otro coche que por allí pasó fueron los primeros en advertir tal desaguisado y en prestar auxilio a las personas del descarrilado vehículo. En éste hallaron, levemente heridos, a dos pollos “bien”, que según dijeron al ser interrogados, iban camino de un elegante hotel a la sazón muy en boga. En él tenían reservada mesa para solemnizar opíparamente –afirmaron–, en unión de varias amigas y amigos, la noche de Nochebuena, la fiesta del hogar.
¿Verdad, lector, que tan urgente y preciso menester justificaba bien la excesiva velocidad que llevaba el coche casi, casi hasta el atropello realizado?
Porque, lector, has de saber que además de las heridas leves que sufrieron aquellos dos pollos “bien” y de la confusión en el pecho que se ocasionó el mecánico, producida por el volante del guía, el automóvil había pasado por encima de Alfonso Vieytes, al que, según diagnóstico del médico de la Casa de Socorro a donde fue llevado, tan atrozmente magullole el coche las piernas que se imponía a la rápida amputación de ellas.
Tendido, luego, en la mesa de operaciones del Hospital provincial y desnudo de medio cuerpo para abajo, Alfonso semejaba un escuálido armazón de figura humana preparado por el anatómico que se dispone, no a operar en la carne, sino a estudiar en los huesos.
Debidamente cloroformizado, la operación se realizó tal y como el doctor la anunciara, y amputadas ya las dos piernas a Vieytes, éste quedó como el tronco de esos árboles en los que el hacha del podador corta las ramas dañadas, que no deben vivir ni podrán retoñar nunca.
Y cuando la acción de la anestesia iba pasando, Alfonso Vieytes, de modo confuso, primero, más claras y aceleradas después, balbució sus primeras palabras:
“Gracias, muchas gracias, señores. ¡He comido y he dormido tan bien...! ¡Necesitaba tanto las dos cosas...! Día y medio sin probar bocado, y varias noches durmiendo al raso, sin cama ni abrigo porque no es la escarcha la más agradable sábana, ¿verdad?, ¡cómo hacen apreciar y agradecer en todo lo que valen un cómodo lecho y una comida abundante y buena...!
Gracias, señores; muchas gracias. Ahora que he comido y he dormido, ya puedo decir con ustedes, con todos: ¡Esta noche es Nochebuena...! ¡Estoy más contento...!
-Que porque ha comido y ha dormido está ya contento –comentó sentenciosa y tristemente el practicante de turno en el Hospital–; ¡con qué poco se contenta un pobre...!
-Y con tan poco –añadió el médico operador–. Ya lo ve usted. A este desgraciado que acabamos de cortarle las piernas, le basta, al despertar en esta cálida atmósfera, con haber soñado que tenía lo que desea para no morirse, mientras tantos otros tiran durante su vida lo que no saben desear... ¡porque les sobra!
¡Nochebuena, Nochebuena...! ¡Grata fiesta de hogar, de familia; comunión de puros afectos; cena pascual del Cristianismo...! ¡Qué hermosas frases... si la inanición no nos acecha para traernos la muerte, el frío eterno...
Así dijo Alfonso Vieytes, dando, al terminar su monólogo, un expansivo y prolongado suspiro, mitad bostezo, mitad pregón de resignada impotencia. ¡Que quién era Vieytes! ¡Bah! nadie, o casi nadie. Él decía ser lo segundo, pero, en realidad, le cuadraba más lo primero. Indudablemente no era nadie, puesto que a nadie le inspiraba caridad... aun necesitándola tanto.
Vieytes, el mismo día que cumplió la mayor edad, fue echado de la casa de su hermano con el que había vivido los dos años siguientes al fallecimiento de los padres de ambos. Este su hermano único llevó al matrimonio una mujer que, no sólo por su tipo desgarbado, de corvas y largas piernas, sino, además, por su geniazo decía él que le había salido rana. Y ciertamente, era una de las muchas ranas que, al contrario de las de la fábula, disponiéndolo todo e imponiéndose en todo, no quieren rey ni aun en el trono de su hogar. Por eso Camila Rivas, destronó a su marido y puso en medio del arroyo a su cuñado, que no era nada, que no trabajaba en nada y que, naturalmente, para vivir no contaba con nada.
¿Era, acaso, Alfonso Vieytes un vago profesional, de los que se amoldan a vivir faltos de todo, o un resignado a morir ahíto de hastío, no hallando profesión a que consagrarse ni padrino que le sirviera para colocarse?
Personas hay que afirmaban lo primero, en tanto otras sostenían acaloradamente lo contrario. Yo sé decir que Vieytes pidió trabajo en innumerables sitios y en ninguno de ellos tuvieron a bien el dársele. ¿Que si era un orgulloso, un inadaptado al medio, un desgraciado impotente? No lo sé a ciencia cierta, ni nada hace para el caso. Lo indudable, lo que todos sus conocidos sabemos es que Alfonso, entonces, no trabajaba en nada y carecía de todo. Abandonado, como se ha dicho, de su único hermano, vivió huérfano de afectos; sin colocación ni quehacer alguno, por lo que fuera, carecía de su casa donde albergarse y muchos días hasta de comida con qué alimentarse.
¿Tiene algo de extraño que viviendo de esta guisa, fuese monologando calle de Serrano adelante en la forma que se dice al comenzar este relato? Tal vez obsesionado por su natural pesimismo, o extenuado, quizás, por no haber comido nada en todo aquel día y parte del anterior, Vieytes sufrió un mareo; notó que su vista se anublaba, que árboles y casas danzaban como en grotesca e irreal zarabanda, que sus piernas fragmentos de aquella piltrafa, como él denominaba, con harta razón su cuerpo- negábanse a llevarle y, luego de dar unos absurdos traspiés, pugnando todavía por sostenerse cayó al suelo quedando tendido casi al borde de la acera.
Momentos después, un automóvil viraba por la calle de Don Ramón de la Cruz y, enfilando la de Serrano, avanzó vertiginosamente por ella con dirección a la Plaza de la Independencia. Todavía no se sabe si fue por una imprudencia del conductor, por una mala maniobra de este o que el mecanismo del coche no respondiese al guía: lo cierto es que el automóvil irrumpió en una acera de la calle, quedando como empotrado en la pared.
Los ocupantes de otro coche que por allí pasó fueron los primeros en advertir tal desaguisado y en prestar auxilio a las personas del descarrilado vehículo. En éste hallaron, levemente heridos, a dos pollos “bien”, que según dijeron al ser interrogados, iban camino de un elegante hotel a la sazón muy en boga. En él tenían reservada mesa para solemnizar opíparamente –afirmaron–, en unión de varias amigas y amigos, la noche de Nochebuena, la fiesta del hogar.
¿Verdad, lector, que tan urgente y preciso menester justificaba bien la excesiva velocidad que llevaba el coche casi, casi hasta el atropello realizado?
Porque, lector, has de saber que además de las heridas leves que sufrieron aquellos dos pollos “bien” y de la confusión en el pecho que se ocasionó el mecánico, producida por el volante del guía, el automóvil había pasado por encima de Alfonso Vieytes, al que, según diagnóstico del médico de la Casa de Socorro a donde fue llevado, tan atrozmente magullole el coche las piernas que se imponía a la rápida amputación de ellas.
Tendido, luego, en la mesa de operaciones del Hospital provincial y desnudo de medio cuerpo para abajo, Alfonso semejaba un escuálido armazón de figura humana preparado por el anatómico que se dispone, no a operar en la carne, sino a estudiar en los huesos.
Debidamente cloroformizado, la operación se realizó tal y como el doctor la anunciara, y amputadas ya las dos piernas a Vieytes, éste quedó como el tronco de esos árboles en los que el hacha del podador corta las ramas dañadas, que no deben vivir ni podrán retoñar nunca.
Y cuando la acción de la anestesia iba pasando, Alfonso Vieytes, de modo confuso, primero, más claras y aceleradas después, balbució sus primeras palabras:
“Gracias, muchas gracias, señores. ¡He comido y he dormido tan bien...! ¡Necesitaba tanto las dos cosas...! Día y medio sin probar bocado, y varias noches durmiendo al raso, sin cama ni abrigo porque no es la escarcha la más agradable sábana, ¿verdad?, ¡cómo hacen apreciar y agradecer en todo lo que valen un cómodo lecho y una comida abundante y buena...!
Gracias, señores; muchas gracias. Ahora que he comido y he dormido, ya puedo decir con ustedes, con todos: ¡Esta noche es Nochebuena...! ¡Estoy más contento...!
-Que porque ha comido y ha dormido está ya contento –comentó sentenciosa y tristemente el practicante de turno en el Hospital–; ¡con qué poco se contenta un pobre...!
-Y con tan poco –añadió el médico operador–. Ya lo ve usted. A este desgraciado que acabamos de cortarle las piernas, le basta, al despertar en esta cálida atmósfera, con haber soñado que tenía lo que desea para no morirse, mientras tantos otros tiran durante su vida lo que no saben desear... ¡porque les sobra!
Julián Escudero Picazo
Y no te olvides de este libro de Julián
(por aquí lo tienes)
ÁCS
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