Busto de Rafael Álvarez-Mendizábal y Alfaro.
Continuamos
trayendo a estas páginas el reportaje de Sánchez Ocaña tal y como se publicó en
1927 en el periódico El heraldo de Madrid.
En el capítulo anterior leímos cómo Mendizábal se refugiaba en casa del
pedroñero Juan Antonio Montejano, perseguido por los secuaces de Fernando VII.
Aquí, lugar donde se encuentra muy cómodo, estrecha su relación con Montejano,
con su familia y con el pueblo.
Las aventuras en la emigración. Miserias y dolores. Rafaelito enfermo.
Mendizábal en la cárcel. La riqueza llega. La vuelta a España.
Las
gentes de Pedroñeras siguieron desde entonces con curiosidad los pasos por el
mundo de aquel don Juan Álvarez Méndez que había estado unos días entre ellas.
Les
llegaban de cuando en cuando noticias de sus luchas, de sus aventuras.
Cuando
triunfó el alzamiento de Quiroga y Riego, el alzamiento que él había
organizado, y se restauró la Constitución, D. Juan Antonio Montejano lo vio en
Madrid, un poco apartado del bullicio político, contemplándole con cierto
desdén.
Le
habían ofrecido altos cargos, pero él no quería aceptar ninguno.
–¿Por qué no... –le preguntaba
Montejano, que se ha convertido en un apasionado admirador suyo–. ¿Por qué no,
si todo esto es obra de usted?
Álvarez
Méndez se encoge de hombros.
–¡Psch!...
¿Cree usted que ahora se puede hacer algo más que charlar?...
Después
de los “tres llamados años” se supo en Pedroñeras que se había ido a Inglaterra
y que se había mudado de nombre: se hacía llamar, en vez de Álvarez y Méndez,
“Álvarez y Mendizábal”.
Lo
pasaba mal en aquellas tierras. Vivía en una portería y se pasaba la vida
construyendo juguetes de hojalata, que luego salía a vender por las calles.
Sufrían
muchas miserias él, su mujer y el único chico que tenían: Rafaelito.
Éste,
de las privaciones y las hambres, cayó gravemente enfermo, al tiempo que al
padre, por no pagar a un acreedor, lo encerraban en la cárcel de los deudores.
En
esos días de extrema angustia, los pobres emigrados no tuvieron más amparo que
el de un banquero que vivía en la casa, en cuya portería estaban recogidos
ellos.
Este
banquero tenía un niño de la edad de Rafaelito, que solía jugar con él.
Cuando
se enteró de que estaba malo, fue a verle con su papá y se encargaron de
proporcionarle medicinas y alimentos... Lo salvaron.
Mientras
tanto, Álvarez Mendizábal, mediante un golpe de ingenio y de audacia, lograba
una tarde salir de la cárcel y encerrar en ella a su acreedor, que resultaba
debiéndole una gran cantidad de los tiempos en que él había sido agente de la
Hacienda española.
La
Fortuna empieza a sonreír entonces a Mendizábal. No le sonríe por capricho, no.
¡Cuánto trabajo y cuánta energía y cuánto ímpetu derrocha para domarla! Pero la
doma, al cabo.
Primero,
negociante en vinos; banquero luego, Mendizábal llega a ser una de las grandes
firmas comerciales de Londres.
Cuando
ha conseguido levantar un capital, deja sus asuntos en manos de sus
dependientes, de su primo Álvarez, de su amigo D. Antonio Ramón y Carbonell y
se dedica a trabajar contra los dos gobiernos absolutos que entonces había en
la península: el portugués y el español.
Con
dinero suyo y de sus amigos organiza la restauración de doña María de la
Gloria, a la que había usurpado la corona de Portugal D. Miguel. Envía una
expedición contra Oporto, y luego, él personalmente, dirige otra contra el
Algarbe. Don Miguel tiene que huir y vuelve a sentarse en el trono doña María
de la Gloria.
Estando
en medio de esta lucha, recibe la noticia de que el banquero londinense que socorrió
a su hijo cuando estaba muriéndose se encuentra en una situación difícil, a
punto de quebrar.
–Salvadlo,
cueste lo que cueste –ordena a sus dependientes de Londres.
Y
la casa Mendizábal se hace cargo de los valores del derrotado negociante y los
rehabilita.
Agente
todopoderoso del Gobierno portugués, lleno de riqueza y de influencia, el
emigrado vuelve la vista a su patria.
Fernando
VII se ha decidido, por fin, a dar un buen día a sus amados vasallos: se ha
muerto. Empieza la guerra carlista...
Don Juan y doña
Teresa.
Mendizábal
y su familia, al volver de Inglaterra, debían de resultar gentes raras en medio
de la sociedad madrileña del tiempo.
Él
era, exteriormente, un “dandy” refinado y pulquérrimo; siempre erguido; con el
traje impecable; vagamente perfumado... Correcto, pero poco expresivo; de aire
seco, imperioso.
A
pesar de esta experiencia de lord irreprochable, en el fondo era un andaluz
vehemente y turbulento; un andaluz desatinado.
Sus
aventuras amorosas hacían mucho ruido en Madrid.
Una
vez que hizo un viaje a Inglaterra, en vez de llevarse a su mujer se llevó a su
cuñada, y a los quince o veinte días la devolvió, como si fuera un paraguas,
con una tarjeta para la familia explicando que se había equivocado, y que a
última hora con las prisas por coger a su mujer la había cogido a ella, sin
darse cuenta.
La
mujer, doña Teresa Alfaro no era guapa, a juzgar por el retrato que he visto.
Pero tenía una cara animada y graciosa. Por lo que cuentan era una señora muy
lista y resuelta, de modales desenvueltos, que pasmaban a los burgueses. Andaba
sola por todas partes; llevaba faldas muy cortas, fumaba y al sentarse cruzaba
las piernas como los hombres.
La boda de Rafael
Rafael,
el hijo de esta pareja tan vigorosa y tan enérgica, era una criatura endeble,
enfermiza, melancólica.
En
el despacho de su nieto, don José María Álvarez Mendizábal, he visto un retrato
suyo; un busto que lo representa adolescente en esta época en que volvió con
los padres de la emigración. Su cabeza nerviosa y fina, de largos bucles, se
desmaya sobre el pecho y los ojos grandes y hondos están entornados con la
mirada perdida... La boca entreabierta; un poco caído el labio inferior...
Entró
en la diplomacia y estuvo destinado como secretario de Embajada en varias
capitales europeas. Pero su salud era cada vez peor y ni el escaso trabajo de
esos cargos podría cumplir. Desmayado, fatigado, se arrastraba como un
moribundo. Los médicos le prescribieron que abandonara la vida urbana y que se
retirara al campo a ver si así podía salvarse.
Entonces
el padre se acordó de aquel pueblo manchego, Pedroñeras, en el que él había
estado oculto unos días en tiempo de Fernando VII y de la chiquilla aquella
medio hermana de D. Juan Antonio Montejano; aquella pequeña Salomé Cañavate, a
la que veinte años atrás paseaba en brazos. No había dejado nunca de estar en
relación con esa buena gente que le había amparado en los días en que andaba
huido: Montejano era uno de sus pocos amigos íntimos.
Decidió
que su hijo se casara con Salomé Cañavate y que se marchara a vivir a
Pedroñeras, y, expeditivo y autoritario, como era, arregló la boda en unos días
sin contar con los “novios” que ni aun se conocían.
Escribió
a Rafael, que estaba en Inglaterra, y a Montejano y a la muchacha a Pedroñeras,
diciéndoles lo que había resuelto, la fecha en que había de ser el matrimonio,
los documentos que tenían que preparar... Y todo se hizo como él lo dispuso:
Rafael envió un poder a Leandro Cañavate para que lo representara en el enlace,
porque él, postrado en cama, no podía venir; Salomé arregló su canastilla de
boda, y se casaron sin haberse visto nunca.
[Continuará: En la próxima entrada la
vida entre Rafael Álvarez Mendizábal y la pedroñera Salomé Cañavate, así como
la muerte de don Juan].
©Ángel Carrasco Sotos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario