Alejandro junto a unos de los hitos de la mojonera de Pedroñeras con El Provencio, situado en el cerrillo Araque.
Cuando a la hora fijada voy a recogerlo a su casa con el coche, esta tarde de febrero, él ya me espera junto al Pozo Nuevo. Me dice que aguarde, y entra a su casa para coger una garrota. Sale de nuevo y me pregunta si llevo agua. Entra de nuevo en su casa y sale con una botella en la mano. “De comer a lo mejor, pero agua nunca me falta cuando voy al campo”. Mientras se despoja de la pelliza, decidimos encaminarnos hasta el monte por el Camino de Villarrobledo, junto al que me sitúa con precisión el Pico los Lagartos. Ya desde aquí puede verse, al fondo, el Monte de Jareño, La Camarilla, donde ha ejercido como guarda durante 32 años, “desde el año 70 hasta que me jubilé, hermoso, hace 7 años”. Hay que decir que el testigo lo ha cogido con buena mano su hijo Julián, que vive en la casa principal del monte junto con su familia: sus hijos, Jonathan y Abraham, quienes me han servido en ocasiones de fieles mediadores en la anotación de topónimos.
Alejandro Parra me expone por el camino sus sentires con respecto a la poca importancia que al monte se le ha dado como expendedor gratuito de oxígeno a manos llenas (¡con qué otros ojos cuenta el monte este hombre!). No solo la escasez de lluvias ha mermado su esplendor, también los numerosos pozos que han ido bajando el nivel freático de las aguas del subsuelo. Si el monte no se encuentra mejor –y doy fe de que está más lozano con las copiosas aguas caídas estos días, como despertando hacia una nueva y recobrada juventud– es porque quizá, también hay que decirlo, no se cuide lo suficiente. Trabajo en él desde luego no faltaría si, como me indica, mediante un rajeo de los tocones cortados, se consiguiese que éstos brotaran al poco tiempo y no anduviesen secos como a la vista se muestran.
La bondad meteorológica del día marca el bienestar. El tiempo transcurre apacible con la conversación amena y productiva de Alejandro. Y es que más de una treintena de años dan para contar mucho sobre la convivencia con esta enorme masa de pinar con su poco de carrasca. Me relata cómo ha tenido que rescatar a más de un perdido en mitad del monte. Esto da pie a enseñarme un método para que esto no me ocurra (mientras nos dirigimos a ver el Cerrillo Araque). “Si te fijas –me dice– en la parte norte del tronco de los pinos hay musgo y en la del mediodía no”. Me gusta el apunte y no creo que lo olvide nunca, por si acaso.
No puede dejar de aludir Alejandro al poco conocimiento que tienen algunos desalmados que van a descargar su basura al monte, o a los furtivos que no tienen otra cosa que hacer que arrimarse aquí para matar piezas ilegalmente. A unos y a otros (tampoco muchos porque siempre ha tratado de no quedar mal con nadie) les ha costado sus buenos dineros cuando se lo ha propuesto, cuando le han tocado descaradamente... las narices. Ese ha sido su trabajo y a él se ha debido durante esas tres largas décadas. Y gracias a ese esfuerzo y labor constante el monte ha estado vigilado y limpio, es decir, como a uno le gusta encontrárselo cuando se acerca a él para dar un paseo y recibir en la nariz esos efluvios de olores vegetales, húmedos ahora, que actúan en nuestro cuerpo como una infusión natural permanente.
Alejandro, que se conoce esto, ¿cómo no se lo va a conocer?, al dedillo, me lleva a ver La Sima, la casa Dientes, ya completamente derruida, el pozo el Tieso entre la maleza, la mata Grande con sus más de 20 pies y algún otro punto que no tengo anotado en mis mapas y minutas. Junto a la llamada hoya el Gorrino me indica el lugar de una antigua carbonera, de las muchas, me dice, que aún pueden verse en el monte. En estas carboneras se elaboraba carbón de leña y picón para los braseros. “Hace unos 80 años se carboneó to el monte”, me asegura. Quiero apuntar que por todas partes se aprecian las pisadas y el resultado del hozar continuo de los jabalíes en busca de lombrices, cosa de la que me informa Alejandro puntualmente.
Mientras lo pateamos de acá para allá, el monte de los Jareño digo, y a buen paso, no crean, Alejandro se mueve esquivando los chaparros con una habilidad prodigiosa. No faltan numerosas anécdotas, unas de contar y otras no, pues este hombre es diestro también en el manejo de ese anecdotario íntimo, tanto como del natural uso del habla local de nuestro pueblo. De ese flujo continuo de palabras uno calcula cuántas cosas no me habrá dejado de contar, unas por necesidad y otras por falta de tiempo. Si desean saber la historia de estos últimos años del monte, de sus límites, caminos, y un largo etcétera que podríamos anotar aquí, no acudan a otro que a Alejandro Parra Gallardo.
El monte, ahora que la legislación vigente impide que se cometan contra él las barbaridades y tropelías que en los años 60 se hicieron con el resto, es decir, sacarlo para plantaciones y siembras (ahora de regadío), necesita del mimo, cuidado y valoración unánime de todos los vecinos. Hemos de agradecer sobremanera que los dueños de este monte (por causas que no nos importan) no lo roturasen como sí se hizo con La Moheda, La Pertusa, La Saleta, El Carrascal, el monte de Doval o el monte de Mendizábal, entre otros pedazos con nombre de esa inmensidad de pinar y monte bajo que aquí existía hasta los años 60 (¿Se imaginan que aún existiese esta extensión fascinante de mar verde? ¡Qué embeleso hipnótico no causaría el toparse con él al final de un camino aunque solo fuese para asomarse a su orilla, para lamer sus confines, para acariciar sus bordes, más aún si fuese nuestra decisión la de zambullirnos en él sin miramientos!). También hay que reconocer el afán meticuloso de Alejandro, de su hijo, así como del resto de los guardas que por aquí pasaron, por atender el monte y por vigilarlo hasta el extremo de que en los últimos cien años apenas se haya producido en él un incendio de consideración.
Quiero agradecerle a Alejandro también su buena disposición para transmitirme todos sus conocimientos y una tarde tan amena e impagable. No sé si este humilde artículo podrá servirle de compensación. Yo sólo deseo que la salud lo mantenga en esa eterna juventud que parece portar en su habla, en sus movimientos y en su ilusión, no sé si fruto de esa convivencia tan profunda con la naturaleza viva del monte. Solo a nosotros nos toca ahora preservarlo y velar por su limpieza. Así sea.
[EPÍLOGO: Quizá resulte duro oír esto, pero el monte solicita que nadie entre en él; eso sería lo correcto, lo ideal: no entrar (o entrar como si no entrásemos); porque allí la vida vive por su cuenta, el tiempo tiene otro ritmo, el de la calma. Se trata de la magia de lo puramente natural, por eso allí las cosas suceden de otra forma, sin reparar en nada y sin pensarse: los hongos brotan sin que nadie los avise y sin ningún propósito, el tomillo exhala sus aromas sin esperar quien los reciba, las pocas piedras se erosionan quedamente, los piñones y las ramas secas se caen derrotados por su peso, y la fauna desconoce todo aquello que no es un día y una noche o el canto del viento en las aristas de los pinos. Para que todo eso suceda no nos necesitan, así que si nos internamos en su interior que sea en silencio, con sigilo, con la discreción, el respeto y la cautela (la educación iba a decir) del invitado en casa ajena, pues ese mundo no es el nuestro, no se nos necesita para nada, ya digo, y en él no somos sino unos extraños. Hemos de actuar como seres invisibles. Luego salid como si no hubieseis estado nunca en él, y que el monte siga igual que antes de que nosotros hubiésemos decidido adentrarnos en su sombra].
{Publicado en Pedroñeras 30 Días, número 89, marzo de 2009}
©Ángel Carrasco Sotos.
Muy chulo y entrañable
ResponderEliminarMuy chulo y entrañable
ResponderEliminarSe hace lo que se puede, Rafa. De todas formas, lo importante es que el Monte siga existiendo para pedroñeros y provencianos, y que se instale en nosotros la conciencia de su conservación. Gracias por pasarte.
ResponderEliminarNo había leído hasta hoy este precioso retrato de una tarde tan plena de vida, tan sencilla y tan profunda. Adentrarse en el corazón del monte en conversación queda, respetuosa con el medio. El cuidador y guarda jubilado acompañado de un admirador de la naturaleza, estudioso y amante de su pueblo. Enhorabuena .
ResponderEliminarEnvidia sana me das de cuánta sabiduría pudiste acaparar al poder compartir con tan entrañable persona una tarde en ese bosque como le llamarian en la ciudad y que aquí no valoramos, llamado monte y concretamente este que es el monte Jareño, y si, si el monte pudiera frenar al transeúnte de hoy en día no entraba ni el viento, no valoramos lo que nos ofrece la vida.
ResponderEliminarExcelente
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