Donde se narran los extraordinarios sucesos que acontecieron en nuestro pueblo a finales del siglo XIX y principios del XX.
El caso se cuenta como algo verdaderamente extraordinario, aunque ya son pocos los que lo recuerdan, o son pocos los que lo quieren recordar, pues desde luego los hechos son espeluznantes y no ha de existir alma humana que no sienta al menos un leve estremecimiento de tan sólo oírlos; más aún si los creemos al pie de la letra, como al parecer hemos de hacer, pues la noticia la conocemos a través de personas que lo vivieron muy de cerca, y no lo cuentan como un relato de ficción: muy al contrario, percibimos cómo se les queda la sangre aún un poco helada al recordar algo que ocurrió verdaderamente y que les impone un hondo respeto. La historia tiene sus nombres propios y sus lugares documentables. No se trata de acontecimientos nebulosos de hace siglos; tan sólo tenemos que volver la vista atrás y situarnos en un tiempo a caballo entre los siglos XIX y XX.
Esta historia se ha contado desde siempre en mi familia, y tal como la narraba mi abuelo Antonio, y luego han seguido refiriendo mis tías o mi padre, os la traslado a vosotros, que quizá podáis ampliarla con otros datos que provengan de la memoria de vuestros abuelos.
La historia
El protagonista de nuestro “relato histórico” –llamémoslo así– es Pedro Solera, el hermano Solera, un hombre normal como suele decirse, campesino, paisano nuestro que, sin buscarlo, se vio involucrado en un acontecimiento que marcó su vida para siempre.
Nos hemos de desplazar al molino del Castillo, o quizá al del Ituelo, ambos en la ribera del río Záncara a su paso por nuestro término municipal. ¿En cuál de los dos debemos centrar nuestra mirada? No lo sé. Lo que sí sabemos es que el instigador de todo ello fue un molinero de la familia de los Huélamos, procedentes de Fuentelespino, cuyo nombre no conozco. No obstante, tengo anotado en mis apuntes que los Huélamos trabajaron como molineros renteros en estos dos molinos (como supo decirme mi amigo José “Molineta”, que de esto algo sabe). El dato es bueno, pero no nos sirve del todo, pues estos molineros a los que me refiero desarrollaron su trabajo en los últimos años en los que tales molinos funcionaron, ya en época de posguerra en el caso del Ituelo, y puesto que los hechos que vamos a narrar sucedieron unas décadas antes, hemos de concluir a nuestro pesar que ni el nombre del molino podemos aportar con precisión, ya que no sabemos si algún Huélamo trabajaría ya en tales molinos o lo haría en otro de los muchos que había a lo largo del río.
Pero vayamos a los hechos. Tenemos que imaginar a nuestro protagonista, el hermano Solera, acercándose un día con el carro a llevar su grano a uno de estos molinos, como hacía cualquier labrador de la época, para efectuar la molienda, a cambio de ese diez por ciento de maquila que se quedaba el molinero. En cierto momento en que se realizaba este trabajo, el molinero le hizo bajar con cualquier pretexto por una escalera (creo que por vino). Solera bajó, tomó el vino y comenzó a ascender por los escalones. ¡Pero cuál no fue la sorpresa de Solera cuando vio que comenzaron a saltar de un lado a otro de dicha escalera numerosos gatos, al mismo tiempo que se cruzaban madejas de hilo que le cortaban el paso..! Fue como una bajada a los infiernos, pues nadie manejaba estos elementos que lo perturbaron e hicieron que su corazón se acelerase ante lo desconocido, ante la rareza de aquellos fenómenos que él no lograba explicarse. Solera blasfemaba culpando al molinero: ¡Maricón, quítame esto de encima!, decía, sin saber ni siquiera quién era el culpable de todo aquello.
El misterio del canutero
Despavorido, terminó por subir con el sofoco aún en el cuerpo y preguntó al molinero qué había pasado: todos esos gatos, esos hilos misteriosos que habían creado esa tela de araña ante sus ojos... Fue entonces cuando el molinero, Huélamo, le mostró el canutero, un pequeño canutero de madera como lo eran aquéllos en los que antes se guardaban las agujas. En ese canutero residía todo el secreto. Según le explicó, en él vivían unos demonios a los que había que alimentar con papel de plata, ése que se conseguía comprando las antiguas pastillas de chocolate purgante, pues venían envueltas en tal tipo de papel platino, como se le llamaba. Sólo de esta manera, teniéndolos alimentados, tales demonios podrían concederle algunos deseos, y de no ser así éstos “comerían de su cuerpo”. El molinero, que le dijo estar ya cansado del canutero, se lo ofreció a Solera, quien, sintiéndose como Aladino (aunque probablemente ni conocía la historia de este personaje de Las mil y una noches), lo aceptó encantado por su misterio.
A partir de entonces Solera mantuvo en secreto su tesoro, y dicen que nunca quiso alardear de ello. Se cuenta cómo Solera se servía de los poderes de tales demonios para ver a las mujeres “en cueros”, y se narra como hecho memorable aquel día de Carnaval en que era perseguido por la Guardia Civil por ir vestido de máscara (cosa prohibida durante algún tiempo, como recordarán los mayores), y de un salto subió hasta un tejado y logró burlar a los guardias ante el asombro de lo que nunca habían visto ni verían jamás. Lo observaron, eso sí, casi congelados y atónitos, corriendo por los tejados, saltando de uno a otro con la habilidad de un gato. Luego entró en su casa, se cambió de ropa y la justicia jamás llegó a saber quién fuera aquel hombre.
El “milagro” de la siega
Pero es sin duda la hazaña más comentable entre los viejos aquélla que ocurrió en la finca de Navalcaballo, en la tierra que aún hoy se conoce como Rocha del Desafío (que quién sabe si no debe su nombre a lo que a continuación voy a contaros).
Era un día de verano, de calor intensísimo, en el que el hermano Solera y su mujer sudaban a chorros mientras segaban trigo en una tierra a renta en la que habría sembradas cuatro o cinco fanegas de este cereal. La tarde se iba desvaneciendo y la consecución de la tarea se hacía prácticamente imposible. El dolor de riñones, la sequedad de boca, las fuerzas ya mermadas sólo invitaban al descanso merecido, pero ahí estaba ese trigo que había que terminar cuanto antes, sobre el que había que adelantar faena. Harto, Solera sacó el canutero, del que aún no tenía noticia su mujer, y le preguntó a ésta: ¿quieres ver cómo se queda todo el trigo segado en un momento? La mujer, incrédula, afirmó como riéndole la broma. Solera abrió el canutero y de él salieron como unos remolinos (los demonios) que a los ojos de la mujer se movían velozmente en el tajo y las manadas de trigo iban quedando amontonadas en las carellanas. Dicen que Solera iba detrás de ellos diciendo "dejarme alguna paja". Su mujer, espantada, cayó de rodillas sobre el suelo con los brazos en cruz, y fue éste el único lugar que quedó sin segar.
Luego cuentan que Solera mandó a los mozos de Mendizábal, el dueño, que retirasen la mies antes de cuarenta y ocho horas, pues aseguraba que pasado este tiempo la que hubiese quedado en la tierra ardería por sí misma.
¿Qué fue del canutero?
Se preguntarán cuál fue la suerte del canutero, qué se hizo de él. Pues dicen que un Solera ya bastante delgado por la acción de los demonios, se cansó de alimentarlos, como antes se había cansado Huélamo, pues cada vez le exigían más platino. Esta vez, en cambio, Solera no siguió el proceder de aquel molinero, y no regaló el canutero a ningún infeliz que tuviese que cargar con él para el resto de su vida, sino que decidió tirarlo a un pozo, que al parecer no fue otro que aquél al que llamaban con el nombre de Pozo Once Deos, hoy desaparecido, en la zona del Coso. El agua de este pozo en ese momento, cuentan, empezó a desbordarse sobre el brocal y durante un tiempo estuvo manando agua de él de manera continua, como hecho milagroso.
Historias como ésta, cercanas, conocidas de primera mano, nos dejan irremisiblemente helados. Con el tiempo dudamos, terminamos por no creer y arrojamos finalmente de la memoria estas cosas que nos descolocan, o las guardamos bajo siete llaves en el arca del olvido.
En cualquier caso, yo al menos, cada vez que veo uno de esos canuteros me pregunto si no habrá en su interior alguno de esos malévolos demonietes. Porque quién sabe si el canutero fue tirado definitivamente a aquel pozo como cuentan o, en cambio, aún sigue pasando de mano en mano, o se encuentra expuesto en cualquier mercadillo de una ciudad cualquiera, invitándonos a abrirlo.
Más datos de interés sobre este caso en este libro
©Ángel Carrasco Sotos.
hola angelito,..
ResponderEliminarla historia del canutero,recuerdo de pequeña,que me la contaba mi padre,´
y al leerla me lo a recordado....MJ..