Sí, ya están aquí; ya han llegado. Y ya las podéis comer. Porque no vamos a negar que Pedroñeras ha sido siempre un pueblo bellotero. Sé que suena mal. Y me vienen a las mientes ahora aquellos tiempos pretéritos en los que yo estudiaba por los Madriles y a mis compañeros de clase les resultaba raro escuchar eso de que yo hubiese probado las bellotas. "¿Pero eso no lo comen los cerdos?", me decían. Y yo callaba, o me defendía diciendo que estaban muy ricas en sazón. Y ellos reían. Y yo, también, pero por dentro: me reía por dentro (o me sonreía) pensando en lo que se estaban perdiendo. Porque en casa las habíamos comido con gusto desde siempre, cuando estaban curadas y cobraban ese sabor tan... sí, tan campesino, tan rústico, tan natural, y quizá poco noble. ¿Pero qué entendía el gusto de noblezas? También pensaba que a los cerdos nosotros les llamábamos "gorrinos", ¿pero qué más daba? No era cuestión de decirlo todo, porque uno parecía que revelaba su rusticidad, eso de "ser de pueblo" que llevábamos tan mal por lo que significaba para algunos, pero que, quizá contradictoriamente, era algo a lo que no renunciaríamos nunca. Ser de pueblo era ser de un sitio íntimo, mucho más que serlo de una ciudad en la que uno no conocía a nadie: eso no era un hogar como sí lo era el pueblo. Pero hablábamos de bellotas.
[Una bellota de bronce -de Riópar; regalo de mi esposa- llevo yo por llavero. En fin, que las bellotas, si uno sabe dar con las correctas, están de vicio, y ni sabor campesino ni na; están gloria bendita, dulces, de sabor amable, y ese sabor contrarresta plenamente los prejuicios que nos podamos imponer desde la ignorancia. (Y crean adicción, proclamo)].
[Una bellota de bronce -de Riópar; regalo de mi esposa- llevo yo por llavero. En fin, que las bellotas, si uno sabe dar con las correctas, están de vicio, y ni sabor campesino ni na; están gloria bendita, dulces, de sabor amable, y ese sabor contrarresta plenamente los prejuicios que nos podamos imponer desde la ignorancia. (Y crean adicción, proclamo)].